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Homilía para la Ordenación Sacerdotal de Juan Martín Alderete y Juan Lucas Alderete

Bella Vista, viernes 7 de noviembre de 2014

En unos instantes más, los dos hijos varones del matrimonio Alderete, vecinos de esta ciudad, van a ser ordenados sacerdotes. Seguramente los padres de Martín y Lucas, cuando estos eran pequeños, no se imaginaron que los dos iban a tomar este camino. Hay padres que se desesperan cuando un hijo o una hija optan por una vocación de total consagración al servicio de la Iglesia. Sin embargo, hoy no es el caso, porque incluso el papá de nuestros candidatos al sacerdocio está en el camino del diaconado permanente. Todo esto es motivo de alegría y de gratitud a Dios, porque es Él quien llama y elige a sus hijos para destinarlos al servicio de su pueblo.
La primera lectura de hoy relata la vocación de Samuel. Samuel era un hombre joven que prestaba servicios en el templo junto al sacerdote Elí. El texto que escuchamos nos muestra tres cosas. La primera: Dios toma la iniciativa. Él es quien se anticipa y llama a Samuel: “El Señor llamó a Samuel, y él respondió: Aquí estoy” (Cf. 1Sam 3,1-10). Sin embargo, Samuel no se quedó allí, sino que fue corriendo a donde estaba el sacerdote Elí y le dijo: “Aquí estoy, porque me has llamado”, a lo que Elí respondió: “Yo no te llamé, vuelve a acostarte”. Esto se repite varias veces. Así nos encontramos con el segundo acto: Dios se vale de la mediación de Elí para hacer efectivo su llamado. Y el tercer momento nos enseña que el llamado se va clarificando paulatinamente mediante el diálogo. En ese diálogo intervienen: Dios, el sacerdote Elí y Samuel, el que está siendo llamado. Así sucede también hoy: Dios llama por caminos muy diversos. Luego la Iglesia acompaña, discierne y aprueba al candidato. El candidato deberá estar abierto a la acción de Dios y de la Iglesia. Es hermoso constatar cómo Dios se involucra en la historia de los hombres y los hace participar de sus designios.
El camino vocacional de Lucas y de Martín también llevó varios años de discernimiento. No fue lo mismo decir “Aquí estoy” el día que sintieron por primera vez que el Señor los llamaba; ni luego cuando ingresaron en el Seminario; o más tarde cuando fueron atravesando las diversas etapas de formación y discernimiento para verificar si era realmente el Señor quien los llamaba o era solo una impresión subjetiva y pasajera. Al igual que Samuel, tuvieron que pasar por varias crisis y pruebas para aprender a escuchar y discernir la voz del Señor de otras voces, y suplicar la gracia de responder con generosidad y prontitud al proyecto que Jesús tenía para sus vidas. Allí estaban los sacerdotes formadores, cual instrumentos en las manos del Señor –como lo fue en su momento el sacerdote Elí para Samuel– para que Martín y Lucas pudieran ir confrontando y clarificando el llamado al ministerio sacerdotal.
Por su parte, el Evangelio de hoy evoca la oración angustiosa de Jesús en el Monte de los Olivos. Los discípulos –narra el texto– se mantenían a una cierta distancia, adormecidos por la tristeza. Era la noche del Jueves Santo, después de la Última Cena y a pocas horas de ser juzgado, crucificado y muerto. “En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo”. Jesús sabía que le llegaba su hora, él mismo la había anticipado: “Mi alma ahora está turbada. ¿Y qué diré: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si para esto he llegado a esta hora! ¡Padre glorifica tu nombre!” (Jn 12,27). En el momento decisivo, ahogado por la angustia, Jesús confía plenamente en su Padre, exclamando: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).
Si prestamos atención a la respuesta que dio el profeta Samuel al llamado de Dios y la angustiosa oración de Jesús al Padre en el Monte de los Olivos, nos damos cuenta que, ante todo, está el deseo de hacer la voluntad de Dios. También en el Padrenuestro suplicamos ¡hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo! Escuchemos a María de Nazaret en el momento de la Anunciación respondiendo al Ángel: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Es decir, que se cumpla la voluntad de Dios. El deseo de hacer la voluntad de Dios está íntimamente asociado a la virtud de la obediencia. Es decir, a la escucha de la Palabra de Dios y a la pasión por responderle con la totalidad de la propia existencia.
La vocación de la persona que fue elegida y llamada a prestar un servicio en la Iglesia, es vocación a la escucha y al servicio para que se cumpla lo que Dios quiere. Es vocación a la escucha, para que discerniendo y obedeciendo la voluntad de Dios, se afiance la comunión. Y es, decíamos, vocación al servicio, para que aquel que fue llamado no corra el riesgo de predicarse a sí mismo, sino a Aquel a quien estamos llamados a escuchar y a obedecer. Miremos de nuevo a Jesús en el Monte de los Olivos. Lo contemplamos en oración. La oración es ante todo escucha, para eso precisa del silencio interior y de tiempo prolongado junto al Señor. El sacerdote, para que no se enrede en sus propias cosas, sino que crezca en el deseo y conocimiento de lo que Dios quiere hacer a través de su ministerio, debe dedicar diariamente un tiempo prolongado para estar con el Señor y familiarizarse con él. Su misión es enseñar al Pueblo de Dios, guiarlo y fortalecerlo con la Palabra y los Sacramentos. Pero para ello, él mismo debe estar dispuesto a ser evangelizado, conducido y fortalecido constantemente por el Señor, que es quien llama y envía.
En unos instantes más vamos a iniciar el rito de la Ordenación presbiteral. A ustedes, queridos Martín y Lucas, no les vamos a preguntar si están entusiasmados con ser sacerdotes, sino si están decididos. Lo primero que se les pedirá es que manifiesten públicamente si están dispuestos a colaborar con el Orden episcopal. Se trata de un orden que solo puede desempeñarse en comunión con el obispo y el presbiterio. Es un orden que coloca en el centro la hermandad sacerdotal. Por eso, nuestro ministerio no puede ser ejercido en forma individual, sino necesariamente en forma colectiva, es decir en comunión con el Obispo y el presbiterio. De ese modo, la tarea concreta que realizamos, el ejercicio cotidiano de nuestra actividad pastoral, debe expresar efectivamente que nuestro “ministerio ordenado tiene una radical ‘forma comunitaria’ y puede ser ejercido sólo como ‘una tarea colectiva’.
Que María, bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen, a la que conocieron y aprendieron a amar desde muy niños, los proteja de los peligros que implica el ejercicio fiel del sacerdocio, los consuele en los momentos de angustia y les alcance la gracia de ir ensanchando el corazón en el servicio al Pueblo de Dios y de vivir con alegría esta hermosa y extraordinaria vocación de ser sacerdotes.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes





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