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Homilía en la solemnidad de la Inmaculada Concepción

Corrientes, 8 de diciembre de 2014


  En la primera lectura del libro del Génesis y en el Evangelio se nos presentan dos maneras de actuar frente a Dios. La primera la encontramos en las conductas de Adán y Eva. En ellos se representa al hombre que huye de Dios. Cuando Dios lo llama y le pregunta dónde estás, el hombre confundido y miedoso le responde que se había escondido, explicando que ese modo de actuar fue por culpa de su mujer Eva. Por su parte, la mujer, al ser interrogada por Dios, encuentra la excusa echándole la culpa a la serpiente.
El cuadro es angustiante y triste. La causa de ese derrumbe de vínculos fue dejar de escuchar a Dios y pretender vivir la vida por cuenta propia. Dios les había dado todo: los creó por amor, los puso uno frente al otro para que se reconozcan y se amen, y les encomendó que juntos cuiden y hagan bella la creación. El único límite que no debían transgredir era el árbol de la ciencia del bien y del mal. Sin embargo, ellos no se conformaron con que hubiera algún límite, querían ser dueños de todo y decidir por sí mismos lo que está bien y lo que está mal, sin tener en cuenta a Dios, su Creador y Padre.
Eso sucede también hoy, cuando el hombre le da la espalda a Dios y pretende construir su vida solo, convirtiéndose en dueño absoluto del bien y del mal. Es decir, cuando decide no escuchar a Dios y se deja llevar exclusivamente por sus propios criterios. Alejado de Dios, el hombre se convierte en un ser dominante, totalitario y violento. Ese modo despótico de ser lo descarga en los vínculos familiares, mediante diversas formas de violencia verbal y física; en la ambición desmedida por el dinero, el placer y el poder; en el ámbito social, esa violencia se manifiesta en permanentes enfrentamientos, faltas de respeto y descalificación sistemática del otro, y en una generalizada mala costumbre de incumplimiento de las normas básicas de convivencia. El ser humano termina desconociéndose a sí mismo y perdiendo de vista su misión.
Pero, por otro lado y providencialmente, vemos en el relato del Evangelio de hoy, otro modo de escuchar a Dios y de responderle, lo cual lleva también a otro modo de vivir y de tratar a los otros. Allí se presenta una mujer, a la que Dios visita por medio del ángel. Esa mujer no es un personaje mitológico, sino una jovencita real, de carne y hueso, que vivía en un pequeño pueblo de Nazaret en la región de Galilea, durante la última mitad del siglo I a.C. y la primera mitad del siglo I d.C. También el Corán, el libro sagrado del Islam, hace referencia a ella como María, la Madre de Jesús.
María, ante la propuesta del ángel, queda desconcertada, porque le parece algo imposible aquello que Dios le pide. Y al no comprender la misión a la que Dios la llama, ella pregunta. Y aunque la respuesta del ángel supera su entendimiento, sin embargo, no se rehúsa, no retrocede, no decide sólo lo que a ella le parece, sino que se declara servidora del Señor con una disponibilidad total al proyecto de Dios. Como podemos ver: dos mujeres, dos respuestas. Una que prefiere hacer su propio camino, descartando a Dios de su vida; la otra, se pliega libremente al proyecto de Dios y decide abandonarse totalmente a Él.
Dos modos de colocarse delante de Dios que conducen a destinos diferentes. Uno hacia la plenitud del amor que Dios desea para todos sus hijos; y el otro, hacia la soledad y el aislamiento que provoca la voluntad del hombre al pretender independizarse de Dios y ser el único dueño que decide lo que está bien y lo que está mal. En cambio, en María de Nazaret contemplamos su total disponibilidad al querer de Dios. Por eso, cuando el ángel la visita, la llama ‘llena de gracia’ y, luego, su prima Isabel le saluda diciéndole ‘dichosa’ por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor (cf. Lc 1,45). Adán y Eva perdieron la gracia de la amistad con Dios. En cambio María es la llena de gracia.
“Llena de gracia” quiere decir toda santa, toda transformada por la acción del Espíritu Santo y eso desde su nacimiento. Por eso la reconocemos con el título de Inmaculada Concepción. Desde su misma concepción, María fue santa, preservada del pecado, aún del pecado original, por un privilegio único y exclusivo. De ese modo, María es la señal de la nueva creación, un mundo nuevo y distinto del que provocaron Adán y Eva con su conducta cerrada y desobediente. María, como decíamos, es la señal de una vida nueva, una vida que ya no está bajo el influjo del maligno, sino completamente orientada hacia Dios y abierta a su amistad. Por eso a María la llamamos Casa de Dios. Ella nos da lo más grande y hermoso que ella misma había recibido y que la hizo toda santa: a Jesús, el Verbo hecho carne, Dios con nosotros.
Por eso, de la mano tierna y firme de nuestra Madre queremos transitar el tiempo de Adviento, que nos prepara a celebrar el Nacimiento de Jesús, el Salvador. Dios con nosotros es la gran oportunidad que se nos brinda para restaurar nuestra humanidad herida por el pecado y seducida por el mal. Jesús es el perdón de Dios que nos anima a salir de una vida esclavizada por nuestra mala conducta. Él viene para liberarnos y devolvernos una vida digna y orientada hacia todo lo que es bueno. En una hermosa homilía, el Papa Benedicto XVI decía que: "El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más potente que el mal y sabe transformarlo en bien" (Alocución en el Angelus del 8 de diciembre de 2010).
La iniciación a la vida cristiana, una iniciación comunitaria y misionera, tema que estamos orando y pensando juntos en preparación a la I Asamblea Arquidiocesana, consiste en hacer que el creyente tenga como centro la persona de Jesucristo; que tenga espíritu de oración, sea amante de la Palabra, practique la confesión frecuente y participe de la Eucaristía; que se inserte cordialmente en la comunidad eclesial y social, sea solidario en el amor y fervoroso misionero (Cf. Aparecida, 292).
Pongamos todo esto en el corazón de la Inmaculada Concepción, sabiendo que con ella caminamos seguros hacia el encuentro definitivo con Jesús, mientras le suplicamos que nos ayude a ser más fraternos entre nosotros y decididos a ir hasta donde están aquellos hermanos y hermanas que más necesitan de nuestra ayuda y de oír el gozoso anuncio de Jesús que viene y trae con él esperanza, alegría y paz. Amén.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes



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