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Homilía en la Misa del Jueves Santo

Corrientes, 2 de abril de 2015

El Misterio Pascual propiamente dicho, inicia el Jueves Santo con la Misa de la Cena del Señor, tiene su centro en la Vigilia pascual y concluye en las vísperas del Domingo de Resurrección. El Triduo Sacro, como también se denomina a los tres días: Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado de Gloria, consiste en que Cristo padece, reposa en el sepulcro y resucita. Estos días son propicios para que despertemos en nosotros un deseo más intenso de unirnos a Cristo y seguirle como discípulos misioneros, maravillados y agradecidos porque nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.
En particular, el Jueves Santo es el día en que la Iglesia conmemora y celebra tres grandes realidades de la vida cristiana: la institución de la Eucaristía, del Sacerdocio y la promulgación del mandamiento del amor. En el relato del lavatorio de los pies, que escuchamos en el Evangelio, Jesús muestra que lo más sublime del amor brilla en todo su esplendor cuando se realiza en el servicio humilde a los otros. La verdadera grandeza del ser humano se hace patente en los gestos humildes y sencillos que se manifiestan de un modo simbólico en el lavatorio de los pies.
El contraste de lo sublime y lo pequeño, está también en el misterio de la Eucaristía: Dios hecho pan que se parte y entrega como servicio para fortalecer la vida del amor y de la unidad en aquellos que se unen a Jesús. También el Sacerdocio ministerial presenta el contraste de lo inmenso y sublime que Dios realiza a través de la pequeñez y debilidad del ser humano. Es realmente hermosa y profunda la fe cristiana. Queremos iniciarnos cada vez más en el camino de esta fe y buscar los modos más adecuados para acompañar a otros en esta iniciación. Por eso estamos empeñados en preparar la Primera Asamblea Arquidiocesana precisamente sobre la “Iniciación a la Vida cristiana, una iniciación a la comunión y misión”.
Como ustedes saben, hace unos días hemos recibido las “Orientaciones pastorales para el trienio 2015-2017”. Allí se nos brindan algunas prioridades y orientaciones para iluminar el modo de vivir hoy nuestra vida cristiana y cómo debemos desempeñarnos pastoralmente ante los desafíos que nos presenta la realidad cotidiana. Quisiera compartir con ustedes tres momentos de esas Orientaciones, distribuidos en los tres días sucesivos. Hoy, a propósito del día santo que estamos viviendo, quisiera detenerme en la Eucaristía como fuente de la misericordia. Mañana, lo haremos sobre la Eucaristía fuente de la misión, y en la Vigilia del sábado, la Eucaristía fuente de la alegría.
Para que la Eucaristía se convierta en una verdadera fuente de la misericordia, los que participamos en ella necesitamos reencontrarnos con el gran amor que Dios nos tiene. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Es fuente del amor misericordioso de Dios que en su Hijo Jesucristo reconcilia al hombre con Él, perdona, sana y salva. El amor misericordioso se hace alimento para todos y alienta a expresarse en el servicio.
Animémonos a colocarnos en actitud de servicio, nos hará un bien enorme. Pero para ello es preciso dar un salto de fe y creer que inclinarse ante el otro para ponerse a su servicio es mejor que permanecer de pie, cuidando y asegurando el propio espacio a fin de que nadie lo ocupe. Permanecer erguido y no inclinarse da una cierta seguridad, pero es falsa y sin embargo la practicamos a menudo. Por ejemplo, me acerco en fila para comulgar molesto si alguien me toma la delantera, cuidando celosamente mi lugar. O también cuando una persona que no cede el oficio que se le ha confiado en la comunidad, aferrándose al mismo más allá de los plazos que establecen las normas. En fin, participar de la Eucaristía es iniciarse en la escuela del amor y del servicio a los hermanos, especialmente de los más pobres y abandonados. Y este camino de iniciación se orienta hacia el descenso, allí donde se encuentran aquellas personas a quienes estamos llamados a servir.
En las mencionadas Orientaciones, se dice que el amor de Dios se manifiesta como un amor misericordioso, que es compasión, ternura, consuelo y magnanimidad. Jesucristo, en la entrega de su vida, en sus palabras y en sus gestos, ha hecho visible el rostro misericordioso del Padre. La misericordia renueva el vínculo con los hermanos y lleva a vivir en comunión unos con otros. Desde la experiencia del amor y la misericordia se desarrolla la “cultura del encuentro” que tiene como fruto la construcción de la paz. Esta experiencia debe recuperar su lugar, ante todo, en el vínculo matrimonial, en la vida de pareja y luego en la familia. Es allí donde debemos abrir el corazón a la misericordia entrañable de nuestro Dios.
La misericordia alienta a que descubramos y hagamos crecer una vocación de “buen samaritano”. Este amor por el hermano será el vínculo adecuado para compartir con los demás el mensaje de Jesús. El encuentro, la cercanía y la relación cordial se hace camino evangelizador. No tengamos vergüenza de ‘inclinarnos’ y ponernos al servicio de los otros. Inclinarse para servir es el acto de mayor libertad y soberanía que engrandece a la persona, sobre todo a la que posee responsabilidades de autoridad en la comunidad. Por el contrario, la prepotencia, la agresión verbal y física, la indiferencia, el desprecio de los demás, son conductas indignas de un ser humano.
El don de ‘inclinarse’ misericordiosamente y servir con alegría se recibe como regalo y crece en nosotros mediante el sacramento de la reconciliación. En él nos acercarnos con confianza al Padre para tener la certeza de su perdón. Él es realmente «rico en misericordia», y la derrama con abundancia sobre cuantos recurren a él con corazón sincero. Por eso, al celebrar la Eucaristía, lo primero que hacemos es pedir perdón y abrir nuestro corazón al Dios de la misericordia y el perdón, para comprometernos luego a ser misioneros alegres y misericordiosos con todos.
Antes de concluir, recordamos hoy ese momento histórico que vivimos intensamente el 2 de abril de 2005, cuando escuchamos la noticia del fallecimiento del Papa san Juan Pablo II. El Papa Francisco, recordándolo, nos invitaba a pedirle que interceda por nosotros, por la familia, por la Iglesia, para que la luz de la resurrección alumbre todas las sombras de nuestra vida y nos llene de alegría y paz.
Dispongámonos ahora a repetir el gesto del lavatorio de los pies, conscientes de que es Dios quien siempre se anticipa a hacerlo con cada uno de nosotros. Dejemos que él nos lave los pies y nos enseñe a hacer lo mismo con nuestros hermanos, especialmente con los pobres y con aquellos de los cuales estamos más alejados. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes


NOTA:
a la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA JUEVES SANTO 2015 en formato de word.


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