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Homilía en la Misa de la Vigilia pascual

Corrientes, 4 de abril de 2015


  Esta noche es la noche más espléndida y generosa en signos y palabras: el fuego, los cirios, el agua, las lecturas bíblicas, la profesión de fe, el pregón pascual, los signos eucarísticos del pan y del vino, y el saludo pascual. La oscura noche de los siglos se iluminó definitivamente con la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. La larga vigilia de la humanidad que precedió a esta noche, estalló finalmente en alegría por el encuentro entre Dios y los hombres. El motivo de ese gozo se transformó en anuncio pascual y en misión. Los invito a que nos detengamos y reflexionemos en tres componentes de la Vigilia pascual: la luz, la alegría y la misión.

La luz

El primer signo con el que iniciamos nuestra vigilia fue la bendición del fuego nuevo con el que encendimos el cirio pascual e iniciamos nuestra procesión. La luz del cirio, representación de Cristo, Luz del mundo, disipa las tinieblas y brilla sereno iluminando la historia de los hombres. ¡Qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano con lo divino!, cantábamos en el pregón pascual. Gracias a la poderosa luz que proyecta Jesucristo resucitado, vemos la vida de otro modo de como la ven aquellos que la miran sin esa luz.
En el Credo profesamos que “Jesucristo resucitó al tercer día, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”. ¿Qué quiere decir creo? Ante todo, creer supone depositar la confianza en alguien y no en algo. La fe cristiana se funda en un vínculo personal, antes que en unos principios por más bien articulados que se presenten. Esta es la fe del discípulo o del niño: ambos depositan la confianza en el otro, se fían de Él y se sienten seguros.
Esa fue la fe de Abraham, que escuchamos relatada esta noche: “Dios lo puso a prueba y Abraham obedeció la voz del Señor”. Es la misma fe de la Virgen María de pie junto a la Cruz de su Hijo. Y el punto culminante de la confianza total en Dios, su Padre, es Jesús. La fe es, ante todo, un vínculo personal: creo, te creo, confío en ti. Esta fe ¿es razonable? Por supuesto que sí. Es razonable y profundamente humana. No hay nada más hermoso y más arriesgado a la vez que creer. Ahora podemos comprender mejor porqué la fe cristiana genera y favorece los vínculos de encuentro y de amistad con todos.
La fe en Jesús Resucitado proyecta una luz nueva sobre la historia de la humanidad. El encuentro con él, que es la Luz, ilumina las tinieblas de nuestra existencia. Jesús resucitado enciende el fuego del amor de Dios precisamente allí donde aparentemente no hay más nada que hacer. Por eso, el creyente, iluminado por ese fuego, se compromete a llevar la luz de Cristo allí donde hay un hermano o una hermana que sufren o que ya no esperan más nada de la vida. También para las mujeres que fueron de madrugada al sepulcro para embalsamar un cuerpo muerto, ya no había que esperar otra cosa. Sin embargo, en el límite mismo de la muerte, ellas se encontraron con Jesús vivo y creyeron en él. El primer fruto de ese encuentro fue la alegría y una imperiosa necesidad de compartirla con todos.

La alegría
Ayer decíamos que durante los tres días santos: jueves, viernes y sábado, compartiríamos algo de lo que se nos entregó en las “Orientaciones pastorales para el período 2015-2017”, y recordábamos que con motivo del Congreso Eucarístico Nacional, que se va a realizar en junio del próximo año en Tucumán, se nos invitaba a redescubrir y profundizar la Eucaristía como fuente de la misericordia, la alegría y la misión.
En Orientaciones decíamos que el fruto inmediato del encuentro personal con Cristo y su amor es la alegría de corazón. Esta fue la experiencia de los discípulos al estar junto al Señor Resucitado. El evangelista Juan lo destaca al decir que “los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Jn 20, 20) y Lucas también lo hace en la imagen eucarística del encuentro con los discípulos de Emaús: ¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32; cf. también Lc 24,41.52). La alegría pascual del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Con Él siempre nace y renace la alegría (EG 1).
Estamos hablando de la alegría que produce creer en Jesús, la experiencia de gozo y paz que provienen de la confianza depositada en Él. En el Nuevo Testamento la alegría se presenta como un regocijo pleno que abraza a la vez el pasado y el futuro. La alegría es el don de Dios por excelencia, como Jesús mismo promete: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn 15,11; 16,24; 17,13). Para el que cree, empieza a ver todo iluminado con una nueva luz: ya no hay enemigos, sino hermanos y hermanas, y tampoco bienes que están ahí para acaparar sino riquezas para compartir; la vida se convierte en una peregrinación de hermanos y amigos, que se cuidan, respetan y ayudan recíprocamente, conscientes de que el amor realmente vence el pecado, la muerte y el mal.

La misión
La alegría de creer en Jesús vivo y presente en medio de nosotros se transforma en alegría misionera. La misión consiste entonces –leemos en las mencionadas Orientaciones– en compartir esta alegría. La alegría del discípulo misionero se transforma, para los demás, en la garantía de que el mensaje que se transmite tiene sentido y cambia la vida: “Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (EG 1).
Las tres mujeres que fueron de madrugada al sepulcro para realizar el caritativo servicio de ungir el cuerpo de Jesús, y que luego de escuchar el anuncio de que Jesús resucitó salieron corriendo, representan a la Iglesia y a todo discípulo que experimenta la presencia viva de Jesús, que corre de prisa para anunciar que es posible quitar las pesadas piedras de la indiferencia, de los resentimientos, de la prepotencia y de toda forma de violencia, sobre todo la que se ejerce sobre seres vulnerables, como puede ser la mujer; o indefensos como son los niños; o desprotegidos como son los pobres; o aquellos alejados de Dios por causa del pecado. Jesús muerto en la cruz por amor, está ahora revestido del poder misericordioso de Dios. La cruz que era signo de la derrota, se convirtió en signo de victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio. Esta es la Buena Noticia que llena de gozo el corazón creyente.
Que el saludo pascual que vamos a intercambiar al concluir nuestra celebración sea un gesto de alegría y de amistad que deseamos brindarles a todos, y al mismo tiempo, expresión de una decisión firme de empeñarnos en trabajar, sumando esfuerzos de buenas voluntades por superar tantos signos de muerte, que destrozan la vida sobre todo de niños, de jóvenes y de ancianos. No nos desanimemos en el arduo combate contra el mal: miremos a María, la Madre de Jesús: su esperanza se vio colmada por la resurrección de su Hijo. Nos alegramos con ella y le pedimos que nos cuide y nos sostenga en la fe y la esperanza. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes


NOTA: a la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA VIGILIA PASCUAL 2015, en formato de word.


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