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Homilía en la Misa del 115º Aniversario de la Coronación de Nuestra Señora de Itatí

Itatí, 16 de julio de 2015


  Hoy celebramos dos aniversarios de gran trascendencia para la Iglesia y para todo el pueblo del NEA, y los dos están íntimamente ligados entre sí. Ante todo, hoy se cumplen 115 años de la coronación de la bellísima imagen de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí. Y, al mismo tiempo, inseparable de este gran aniversario mariano, estamos conmemorando cuatro siglos de la fundación de este pueblo que nació y creció en torno a la Tiernísima Madre de Dios y de los hombres.

Por eso, hoy más que nunca, resuena con fuerza el hermoso lema de esta fiesta: “Itatí, tierra de María”. Pero, en cierto modo, María de Itatí se convirtió también en tierra buena y dócil en las manos de Dios para dar a luz a este pueblo y hacerle descubrir la realidad más maravillosa que podemos conocer los seres humanos: que somos hijos e hijas de Dios y hermanos unos de otros. Hace más de cuatrocientos años se escuchó por primera vez en estas hermosas orillas del Paraná la noticia de que, gracias a María Santísima, que nos dio a Jesús, el Verbo hecho carne, todos somos en Él hijos y hermanos, sin distinción de ninguna especie. ¡Qué bello y profundamente conmovedor estar hoy en Itatí, tierra de María!

Los dos jubileos a los que hicimos mención, nos llevan a hacer memoria cristiana de estos acontecimientos. Hacer buena memoria es como el agua para las raíces de una planta: necesita ser regada con frecuencia, porque de lo contrario la planta se muere. Conmemorar –que quiere decir recordar juntos– hace que el agua llegue hasta las raíces de nuestra historia y renueve nuestra vida. ¡Qué hermoso es recordar que Itatí es tierra de María! Y que en esta tierra se gestó un pueblo de hijos y de hermanos bajo la mirada tierna de nuestra Madre. En el Evangelio de hoy, la vemos desbordada de gozo por la memoria de la Anunciación y porque lleva esa memoria viva en su seno. Saludada por el Mensajero de Dios, lleva de prisa ese saludo y lo comparte con su prima Isabel. Ambas fueron tierra buena, memoria fiel, para que Dios actuara en ellas a favor de su pueblo.

Hoy contemplamos agradecidos cómo Dios, por intercesión de la Virgen, nos cuidó y acompañó a lo largo de estos siglos. Con ella nos sentimos un pueblo de hijos y de hermanos, con una enorme diversidad que nos enriquece para construir la unidad. Por eso cada uno de nosotros ha venido hasta aquí, no aislado de los otros, sino como pueblo de Dios, para agradecer y renovar la fe y la confianza en Dios. Por todo eso, ¡bendito seas Señor! ¡Gracias, Madrecita querida! “Aguyje Tupasy”.

Pero ante tanta misericordia y bondad de Dios, vemos también que nuestra respuesta fue muchas veces deficiente: nos olvidamos de Dios y de sus mandamientos, y no respondimos con amor al amor de Dios y no fuimos buenos cristianos; hemos tratado mal a nuestro prójimo, sobre todo a los pobres, despojándolos no solo de su buen nombre, sino privándolos de los bienes necesarios para una vida digna y aún del mismo derecho a vivir. Hemos convertido tantas veces la tierra de María en tierra desolada por el sufrimiento y el maltrato que infligimos a nuestro prójimo. Por todo eso, ¡Perdón, Señor, misericordia porque hemos pecado!

Pero hacer memoria no es petrificarse y quedarse mirando para atrás. La buena memoria, la que se apoya y confía en el amor y la misericordia de Dios, restablece la armonía entre lo que fuimos, lo que hoy somos, y lo que mañana estamos llamados a ser; hacer memoria cristiana nos ayuda a acomodar la carga y nos da fuerzas y confianza en Dios para seguir caminando. El hombre y la mujer, el niño, el joven y el anciano, que experimentan el perdón de Dios, se sienten profundamente transformados y se convierten en misioneros del perdón y la misericordia. No tenemos otra salida que abrirnos al perdón de Dios y estar dispuestos a perdonarnos unos a otros. De lo contrario, una familia que no se perdona va camino a la desintegración; o un pueblo que no está dispuesto a llevar adelante una verdadera política de la reconciliación, está herido de muerte.

La confusión y desorientación actual se debe mucho a un mal ejercicio de la memoria. O no queremos recordar y caemos en la indiferencia que nos aísla de los otros. O recordamos resentidos, buscando a quien echarle la culpa de nuestros los males. La memoria resentida no hace otra cosa que esparcir el rencor. Jesús nos enseña que la memoria es buena cuando nos ayuda a ver el pasado con los ojos de Dios, que siempre perdona y salva al que se arrepiente de corazón y desea enmendar su vida. Solo el que tiene la experiencia de haber sido perdonado, perdona. Por eso en el Padrenuestro suplicamos: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es entonces que descubrimos el don de ser hermanos y juntos el don de ser un pueblo de hijos que peregrinan hacia la Patria eterna acompañados por la Madre del cielo.

En ese espíritu fueron evangelizados los primeros pobladores de estas tierras, que se fueron congregando en torno a la hermosa imagen de la Inmaculada. Aquellas comunidades aguerridas escuchaban por primera vez que el Tupá de sus ancestros no era sólo un Dios creador y lejano, sino un Dios que se había acercado hasta ellos a tal punto que en su Hijo había tomado los rasgos de la Tupasy Itatí. Gracias a la escucha y disponibilidad de esa mujer, Dios se había quedado para siempre con ellos. Así, Tupá Ñandeyara no era sentido solo como “nuestro dueño”, sino también el Padre Bueno y Creador que les regaló una Madre tierna y los hizo a todos Tupä mba-é, es decir, pertenecientes a Dios, hijos suyos, en el Divino Hijo Jesús. Aquellos primeros pobladores por primera vez se descubrían hermanos y hermanas, sin distinciones de tribus, ni límites geográficos que los separaran a unos de otros. ¡No podían creer que era real y posible convivir en paz, trabajar juntos, respetarse y compartir los bienes de la tierra!

Sin embargo, ayer como hoy, la voracidad insaciable de poseer y dominar, lleva al maltrato de los más débiles y de la misma naturaleza. El mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas. Las consecuencias de esa conducta inhumana se pueden constatar también en la postergación y en las diversas formas de violencia, que padecieron las comunidades guaraníes y criollas en nuestra historia. Entre los signos de esa conducta está, por ejemplo, el menosprecio y la postergación a la que estuvo sometida la lengua y la cultura guaraní.

En la reciente y magnífica encíclica del Papa Francisco leemos que el cuidado de la casa común se realiza mediante simples gestos cotidianos, donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento y del egoísmo. Y luego continúa diciendo que el amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también un amor civil y político, un amor que se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica (cf. 231).

Hoy queremos renovar desde lo más profundo de nuestro corazón el amor a Nuestra Madre de Itatí y a su Divino Hijo Jesús. Pero sabemos que no basta decirle ¡te quiero con toda mi alma!, si no estoy dispuesto a erradicar todo sentimiento malo hacia mi prójimo, toda conducta que implique agresión hacia el otro, o cualquier forma de manipulación o engaño hacia los más débiles. Manifestarle nuestro amor y devoción a María de Itatí, es comprometerse a tener siempre una palabra amable, una sonrisa, o cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad en el matrimonio y en la familia, en la calle y en el trabajo, en todos los ambientes y con todas las personas con las que nos encontramos.

El vértice máximo del jubileo, hacia donde convergen todas las conmemoraciones, es la celebración del Misterio Pascual: memoria, banquete y sacrificio del inmenso amor de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo mediante su pasión, muerte y resurrección. La conmemoración, entonces, nos recuerda que fuimos rescatados, perdonados y recreados por el amor de Dios Padre; Él reúne a sus hijos en el banquete para nutrirlos del Pan de Vida, y para iluminarlos y fortalecerlos en el Espíritu Santo; Jesús nos une estrechamente a su sacrificio para que nuestra vida con Él sea pan entregado y sangre derramada en el amor hacia Dios y los hermanos. Por eso, la misa toca las raíces de nuestra identidad cristiana y de nuestra misión.

La memoria cristiana renueva esas raíces en el agua del perdón y la misericordia de Dios. Por eso es una memoria que reconcilia y devuelve la alegría de vivir. Que María de Itatí nos acerque a su Divino Hijo Jesús, nos conceda experimentar profundamente su amor y su perdón, y nos haga misioneros alegres de su misericordia.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes



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