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Homilía en la Misa de la Vigilia de Navidad

Corrientes, 24 de diciembre de 2015

 
   El misterio que celebramos hoy es un acontecimiento que conmovió la historia de los hombres: Dios se ha hecho plenamente hombre sin dejar de ser Dios: y el hombre fue elevado a la categoría de Dios sin dejar de ser hombre. Sin embargo, esa conmoción no se manifestó de un modo estruendoso ni espectacular, sino por un camino sorprendentemente sencillo y humilde. Precisamente por eso fue una verdadera conmoción. Hasta hoy nos cuesta creer que Dios haya actuado de ese modo. Por eso tendemos a maquillar el acontecimiento y convertirlo en una piadosa leyenda que enternece a los niños y resulta inofensiva para los adultos.

Todo pasó desapercibido, como una semilla que cae en tierra y empieza a germinar escondida a los ojos del mundo. Aquello sucedió en circunstancias de un censo, lo que obligó a José y a María a ponerse en camino hacia la ciudad natal donde debían inscribirse. Ella estaba embarazada y le llegó el tiempo de dar a luz. Es comprensible que por el flujo de gente que movilizaba el censo no haya habido lugar para alojarse. En los alrededores de la ciudad de Belén había grutas que utilizaban los pastores para guarecerse tanto ellos como para proteger a sus animales. Una de esas grutas fue el lugar más abrigado y protegido que encontró José para que María diera a luz a su primogénito, lo envolviera en pañales y lo recostara en el pesebre, o establo, como acabamos de escuchar en el Evangelio.

Esa noche se iluminó con una luz potentísima, pero no fue una luz enceguecedora e invasiva, sino una claridad cuya potencia no estaba en el rayo fulgurante, sino en esa luminosidad benigna que la ven solo los humildes, porque ellos están con los ojos atentos y el corazón siempre dispuesto para el encuentro. No es casual que fueran los pastores, de quienes se dice que vigilaban por turnos sus rebaños durante la noche, a los que la gloria del Señor envolvió con su luz. La verdad es luz que se revela a los humildes y trae consigo paz y alegría. Se necesita silencio y recogimiento para ver esa luz; y humildad para dejarse envolver por ella.

Nos toca vivir un tiempo donde hay mucho ruido. No me refiero sólo al tumulto y a la agitación exterior, sino a esa ansiedad por tener siempre más, indiferentes y cegados por las luces falsas del consumo, del placer sin códigos y de un poder huérfano de servicio a los otros. En realidad, nuestro mundo, en el fondo, no es tan diferente de aquel que le tocó vivir a María y a José cuando a ella le tocó dar a luz. Los poderosos de entonces, como los de hoy, viven encapsulados en sus propios placeres, al margen de las necesidades del resto del mundo. Sin embargo, en las tinieblas de ayer y de hoy, brilla una gran luz.

Para ver esa luz –la luz de Belén– es necesario reconocer que el camino que Dios eligió y continúa eligiendo para estar entre nosotros no es el que entiende el mundo y el que tantas veces nos parece la opción más razonable. La lógica de Dios es diferente a la nuestra. Por ejemplo, la omnipotencia de Dios se revela en la fragilidad del recién nacido; así es como también su poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Por eso Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso, nos recuerda el Papa Francisco en el Año de la Misericordia. En cambio, la historia de los hombres sigue siendo en gran parte una ambiciosa carrera de empoderamiento para sentirse fuertes y dominar unos sobre otros.

Sin embargo, todo cambia para aquella persona que se encuentra con Jesús y se deja abrazar por Él. En ella se hace realidad aquello que anunciaba el profeta Isaías: “Sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz”. Esa claridad empezó a iluminar el mundo desde una gruta desconocida en la carne de un niño inocente, a quien estamos llamados a recibir con la misma fe con la que lo acogió su madre María junto a su esposo José. Y descubrir en ese niño que el verdadero poder no está en el dominio de unos sobre otros, sino en la amistad y la confianza que nos prodiguemos mutuamente.

No es difícil ver que ese nacimiento determina la visión que tenemos sobre la persona humana y su dignidad, sobre sus derechos y obligaciones, sobre su vida matrimonial y familiar, sobre el trabajo, sobre el ejercicio de la política y sobre la toda la familia humana. La historia nos muestra que el cristianismo ha forjado pueblos y civilizaciones a partir del nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesús. ¿De dónde nos viene el carácter sagrado de la vida humana en todas sus fases, si no es precisamente desde el acontecimiento de Jesús de Nazaret, cuya claridad ilumina maravillosamente la condición humana? Sin esa luz, los seres humanos permanecemos en tinieblas, aislados unos de otros y extraños entre sí. Ése es el principio del miedo y de la dominación de unos sobre otros.

En cambio la mirada que nos da la contemplación del misterio de Dios hecho hombre, es muy diferente. Jesús nos da ojos y corazón nuevos para vernos y sentirnos como hijos perdonados del Padre y, como tales, hermanos que confían unos en otros, que son solidarios sobre todo con los más pobres, preocupados por los alejados y solos, atentos a los más débiles y pequeños. La mirada que aprendemos de Dios –de un Dios que se hizo tan pequeño que cabe en nuestros brazos– es la mirada universal que no excluye a nadie; una mirada que valora y cuida sobre todo a los más frágiles en la propia familia y en la sociedad. Es hermoso el mundo si lo miramos con los ojos de Jesús y nos animamos a sentirlo como lo siente Él. Pero para ello necesitamos que Jesús nos atraiga y transforme profundamente nuestra vida. Él puede y quiere hacerlo. Pidámoslo de un modo humilde y dejemos que el poder transformador de Dios actúe en nuestra vida.

Hoy estamos llamados a atravesar la Puerta Santa para encontrarnos con el rostro de la misericordia que se manifiesta en Jesús. Él es la misericordia del Padre, cuyo poder se revela en la fragilidad de un niño recién nacido. Por eso la Iglesia ora diciendo: “Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón”. El que lo experimenta, vive la profunda conmoción interior que lo deja permanentemente inquieto, atento a los otros y “lleno de celo en la práctica del bien”, como escuchamos hoy en la carta de San Pablo a Tito.

Acudamos también nosotros a Belén, como los pastores, y démonos tiempo para detenernos ante el misterio que representa el pesebre. Con María, conservemos y meditemos estas cosas en nuestro corazón y, sobre todo, supliquemos para que seamos misioneros alegres del perdón y la misericordia para todos aquellos con quienes nos encontremos esta noche y luego con todos aquellos que tratemos en lo cotidiano de nuestra vida. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA VIGILIA DE NAVIDAD 2015, en formato de word.


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