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 Homilía en la Misa de la Cena del Señor

 Corrientes, 24 de marzo de 2016

 Esta noche, con la celebración de esta Misa, en la que conmemoramos la última Cena de Jesús con sus discípulos iniciamos el Triduo Pascual, conmemoración que continuaremos mañana con la Celebración de la Pasión del Señor, y culminaremos con la Vigilia Pascual. Durante estos tres días celebraremos el Misterio pascual, que constituye la fuente, el centro y la culminación de nuestra fe. Todas las otras celebraciones cristianas se originan y fundamentan en las realidades que vamos a conmemorar en estos días santos.

Jesús, en la Última Cena con sus discípulos, destaca dos grandes gestos que marcarán definitivamente la vida cristiana. El primer gesto es el pan y la copa de vino que él comparte con sus discípulos, anunciándoles que ese pan y ese vino son su cuerpo y su sangre. Se trata del mismo cuerpo que al día siguiente será colgado en una cruz y la misma sangre que será derramada hasta la última gota para lavarnos de la suciedad del pecado.

El segundo gesto es el lavatorio de los pies. Jesús, luego de la cena, se levanta, se ciñe una toalla a la cintura y lava los pies a sus discípulos. Si nos detenemos en ambos gestos, nos damos cuenta que en el fondo nos transmiten el mismo mensaje: la vida tiene sentido en la medida que se entrega en el servicio a los demás; y no lo tiene cuando se la vive solamente para sí mismo. En definitiva, la vida es bella y se despliega en todo su esplendor cuando está abierta hacia los demás.

Fijemos la mirada en Jesús y contemplemos esos dos gestos: son un tesoro de sabiduría y de gracia. El primero, el pan y el vino, convertidos en Eucaristía; el segundo: lavar los pies a los otros, que representa el servicio especialmente a los pobres. Ambos gestos están estrechamente unidos y no pueden separarse sin riesgo de desfigurarlos. El pan y el servicio van necesariamente juntos. Esos dos gestos de Jesús: el pan y el servicio que se brindan a todos desde la humildad, se convierten en la clave para cualquier programa de vida familiar, social o política, que busque realmente el bien de todos, privilegiando especialmente a los más pobres e indigentes.

Los males que padecemos nos vienen precisamente por dejar que se arraigue una mentalidad que orienta la vida del individuo y de la sociedad exclusivamente hacia el consumo y, en consecuencia, a la satisfacción inmediata de sus pulsiones instintivas. En cambio, la vida de una persona o de una comunidad se llena de sentido y de plenitud cuando está atenta a las necesidades de los otros. Porque la recompensa que no buscan para sí mismos, se multiplica para ellos en proporciones asombrosas. Pero la condición para que se produzca ese milagro es creer en la persona y el mensaje de Jesús, y adherirse, por así decir, con alma y vida al camino que él nos propone: hacerse con él pan para los demás en el servicio cotidiano y humilde, sea como esposo o esposa en el matrimonio, como padres en la familia; sea en el trabajo, la profesión o la

función que a uno le toque desempeñar. No hay que temer nada, si vivimos confiados en Jesús Resucitado: él nos acompaña con su poder en ese pasaje purificador del egoísmo al amor, que estamos llamados a atravesar en cada instante de nuestra vida.

En la primera lectura bíblica del libro del Éxodo escuchamos el relato de la Pascua del pueblo de Israel, en la que experimentó el poder de Dios que lo condujo de la esclavitud de Egipto a una tierra de libertad. Aún hoy, el pueblo judío conmemora ese acontecimiento, renovando su fe y su confianza en Dios, cuyo corazón es bondadoso y compasivo con su pueblo. También Jesús celebró esa pascua, pero le dio un sentido nuevo y definitivo. Si los israelitas conmemoraban la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto, y cómo Dios los condujo con mano fuerte y brazo poderoso hacia la tierra de promisión, los cristianos celebramos la liberación de la esclavitud del pecado a la vida de libertad de los hijos de Dios.

Pascua significa paso, atravesar de un lugar a otro, una peregrinación que mira hacia adelante y hacia arriba, allí donde se encuentra la patria definitiva hacia la que peregrina toda la familia humana. La Pascua cristiana es esperanza cierta porque Jesús realizó esa travesía de la muerte a la vida. Unidos a él, también nosotros esperamos vivir esa peregrinación dejando atrás la muerte y el pecado, y alcanzar la felicidad de una vida plena en Jesús.

Démonos tiempo durante estos días para meditar este misterio de la misericordia de nuestro Dios. Que los actos piadosos que vamos a realizar en estos días, por ejemplo, el Via Crucis, la Visita a las siete Iglesias, además de participar en las principales celebraciones, como es la Pasión del Señor y la Vigilia Pascual, nos descubran el amor inmenso que Dios nos tiene, aumenten en nosotros el anhelo de experimentarlo profundamente, y nos conviertan en misioneros convencidos de que es posible, gracias a Dios, ser buenos y misericordiosos con todos.

En Jesucristo contemplamos el rostro de la misericordia del Padre, que es fuente de alegría, de serenidad y de paz (cf. MV, 1-2). Atravesemos esa Puerta para experimentar el abrazo tierno y bondadoso de Dios. Procuremos confesar nuestros pecados y retomar con decisión una vida nueva, para que fortalecidos por el perdón de Dios, seamos testigos de su misericordia hacia nuestro prójimo, especialmente hacia nuestros hermanos pobres y necesitados. Que en esta pascua cotidiana nos acompañe con su ternura María, Madre de la Misericordia. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA CENA DEL SEÑOR 2016, en formato de word.

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