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Homilía para la Misa de la Vigilia Pascual

Corrientes, 26 de marzo de 2016

   La Pascua de Resurrección es para los cristianos la fiesta de las fiestas. Por encima de ella no hay celebración que se le avecine en importancia. La pascua de Cristo, que es también nuestra pascua, es la fuente, el centro y la culminación de todo el misterio cristiano. Desde ella se ilumina la historia de la creación y del hombre desde los comienzos, y su luz otorga sentido al presente y se proyecta en esperanza hacia el final de los tiempos.

Si contemplamos esta vigilia con los ojos misericordiosos de Dios, nos damos cuenta que todos los signos de nuestra celebración nos hablan de la cercanía y la bondad que hay en el corazón de Dios Padre y Creador. Empecemos por la bendición del fuego, con la que hemos iniciado nuestra fiesta, signo de la luz nueva que es Cristo: él es quien disipa las tinieblas del pecado y nos muestra el camino deslumbrante de la gracia, del amor, de la libertad y de la paz.

¡Qué bello y conmovedor es ver cómo las tinieblas retroceden ante el avance del cirio pascual, signo de Cristo Resucitado! ¡Cómo no sentir la emoción de pertenecer a un pueblo de bautizados que avanza victorioso con la firme convicción de que el pecado, la muerte y el mal no tienen ningún futuro! El papa Francisco exclama: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV, 5).

La luz, el agua, el pan, el vino, son signos que expresan realidades muy hondas de la vida humana y, al mismo tiempo, de la vida divina. Son signos que nos hacen sentir la belleza, la cercanía y la bondad de Dios. Esos signos nos hablan de Cristo, luz de los pueblos; de Cristo fuente de agua viva; de Cristo Pan de Vida. Él es el rostro de la misericordia del Padre, porque nos ilumina con su luz, nos purifica con el agua del perdón, nos nutre con el pan que da la vida.

A lo largo de la historia, así lo hemos oído esta noche en las lecturas del Antiguo Testamento, Dios se fue revelando como un Dios paciente y misericordioso, y su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. A propósito, en la carta del Año Santo leemos que “La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo (…) Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón” (MV, 6).

¿Cómo temerle a este Dios, el cual, llegada la plenitud de los tiempos, se mostró en su Hijo Jesús tan cercano, compasivo y siempre dispuesto a perdonar? “Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,11), le dice a la pecadora, a quien los puros e intachables condenaron a la lapidación; “No peques más, para que no te suceda algo peor” (Jn 5,14), le advierte con enorme ternura al enfermo que había sido curado por él. Dios no guarda memoria de nuestro pecado porque, a diferencia de lo que nos sucede a nosotros, él conserva un relato positivo sobre cada ser humano, tiene una mirada buena y compasiva hacia el pecador y por ello siempre está dispuesto a perdonar al pecador arrepentido.

En Jesús, el rostro de la misericordia del Padre, se revela humilde, paciente y bondadoso. Por eso soporta con paciencia nuestros pecados y no guarda rencor ni resentimientos por nuestra mala conducta. El rencor y los resentimientos, tan difíciles de extirpar y que nos impiden perdonar y ser perdonados, crecen y se arraigan sobre el tremendo mal de la soberbia. La soberbia nos lleva a condenar definitivamente al que nos ha ofendido. Esa condena origina un sentimiento que se repite viciosamente y se convierte en resentimiento.

Los argentinos padecemos un resentimiento que está profundamente enraizado en la convivencia social y política, cuya expresión social se manifiesta en los enfrentamientos y en la poca disposición para el diálogo. Para la persona resentida, ya sea en el ámbito familiar o social, el otro es siempre un enemigo a quien hay que eliminar. El único camino que nos ayuda a superar el resentimiento es el paciente esfuerzo en trabajar para modificar la visión negativa que tenemos de la persona que nos ha ofendido, o que no coincide con nuestra manera de ser y de pensar. Mirando a Jesús, descubrimos estupefactos una verdad profunda y luminosa: la llave de la verdad, de la justicia y del perdón la tienen las víctimas. Él se puso del lado del inocente que sufre y le entregó el secreto de perdonar, reconciliar y acceder al don de la paz.

Por eso, el camino para cultivar una cultura del encuentro y de la amistad social, y para colocar como prioridad efectiva el cuidado de los más vulnerables y los pobres, es colocarse del lado de ellos. Mientras nos carcoma el rencor, los pobres y los indigentes no pasarán de ser un elemento de discusión sólo en el campo de las estadísticas. La Pascua cristiana es una celebración cuyas raíces son profundamente espirituales porque se hunden en el corazón de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero tiene consecuencias concretas en la vida cotidiana de la familia y en todos los órdenes de la convivencia social. Es allí donde los cristianos debemos llevar un mensaje de fe y de esperanza, que sea creíble mediante gestos concretos de misericordia, de trato amable y tolerante con todos, y sobre todo, de un compromiso que no admita ningún pacto con los que negocian en las tinieblas.
Al finalizar nuestra celebración, vamos a desearnos mutuamente muy felices pascuas, a lo que debemos añadir que, además de felices, sean realmente santas y de resurrección, porque el motivo de nuestra verdadera esperanza y alegría es Jesús resucitado. Dejemos que su luz nos ilumine para ver los rostros sufrientes de nuestros hermanos y hermanas, que experimentan la muerte día a día en nuestras calles y plazas, en nuestros hospitales y cárceles, en el ilusorio mundo de la droga, de la indiferencia y de la inseguridad. Preguntémonos cuáles son las obras de misericordia con las cuales estamos en deuda con ellos, para poder sanar las llagas propias y poner un bálsamo de amor y de cercanía en las heridas de ellos. Ése será el mejor modo de acercarles la esperanza de vida y de felicidad que nos trae Jesús Resucitado.

Junto a él está María, Madre de la Misericordia, a cuyos brazos llenos de ternura encomendamos nuestra vida y la vida de nuestros seres más queridos. Amén.
 
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA VIGILIA PASCUAL 2016, en formato de word.


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