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Homilía en la Misa de la Fiesta de la Cruz de los Milagros

Corrientes, 3 de mayo de 2016

   Estamos celebrando la festividad de la Cruz de los Milagros en el Año de la Misericordia, a la vez que concluimos los diversos actos que se fueron realizando durante el mes de Corrientes. Muchos de ustedes concurrieron a la novena para prepararse a esta fiesta. En esos nueve días fueron descubriendo y contemplando cómo es Dios ‘por dentro’, qué siente y cómo nos trata desde los inicios de la creación. Es maravillosa la realidad que se nos desvela: Dios es Misericordia, no solo tiene misericordia. Y esa misericordia se manifestó en Jesús –Pastor misericordioso de su Pueblo–.

Hay una sola cosa que puede salvar realmente el mundo, afirmó el predicador el Papa: “¡La misericordia! La misericordia de Dios por los hombres y de los hombres entre ellos”. En los orígenes de pueblo correntino encontramos providencialmente el signo de la Cruz. Ella constituye la memoria más preciosa del amor que Dios tiene por este pueblo. Esa memoria, le hizo ver a aquellos habitantes que su vida no acabaría en la nada, sino que llegaría a su plenitud en el amor, que es Dios. Pero también le hacía comprender que no podía vivir de cualquier manera, que debía amar a su compañera y junto con ella cuidar y educar a sus hijos, para que sean hombres y mujeres amantes de la familia y del trabajo; que había que respetar los bienes ajenos y ser solidarios con el hermano que la pasa mal. No existe un gesto de amor que impacte con más fuerza y transforme tan radicalmente la existencia del hombre, que aquel que contemplamos en la Cruz. Ese signo nos vino del cielo, por así decir de ‘arriba’, pero se quedó para siempre entre nosotros, mostrándonos cuál es el verdadero camino hacia la plenitud del amor.

La memoria de la Cruz nos viene recordando que hay que mirar para arriba si uno quiere entender para qué estaba aquí abajo. Dejar de mirar, por así decir, hacia ‘arriba’, olvidar de levantar la vista hacia la Cruz, donde está el verdadero sentido de la vida y de todas las cosas, nos hace ver que las cosas son más importantes que las personas. De allí hay un solo paso hacia la idolatría del poder, del dinero y del placer, lo cual inevitablemente lleva al desencuentro y a la desconfianza entre las personas. ¡Levantemos la mirada hacia la Cruz y dejémonos abrazar por la misericordia y el perdón de Dios! Él no se cansa nunca de perdonar, repite hasta el cansancio el papa Francisco.

Conmueven las palabras que escuchamos hoy del profeta Jeremías, pronunciadas varios siglos antes de Cristo: “Yo te amé con un amor eterno”. Esa declaración de amor de Dios hacia su pueblo resonó de un modo especial en los inicios de nuestra historia en las orillas del Arazatí, y allá aité donde vivía el cacique Yaguarón; y continúa resonando todavía hoy en el corazón de su pueblo. Es una declaración de amor que nos viene, por así decir, de arriba, de Dios Padre, pero que se hace asombrosamente cercana en Jesucristo, su Hijo, quien nos confirma la verdad de esa declaración con sus palabras y sus gestos, esas que acabamos de oír en el Evangelio: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. En ese “como yo los he amado”, Jesús revela la grandeza y la profundidad del amor y de la misericordia de Dios Padre. Su amor no tiene límites, no pone condiciones, no exige nada a cambio. Nos ama porque somos criaturas suyas, como una madre que ama a sus hijos por el solo hecho de que son sus hijos. Naturalmente, la respuesta a un amor tan grande no puede ser otra que amar. De allí el mandato liberador de Jesús: “Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros”.

Es muy fuerte la afirmación del evangelista Juan cuando dice: “El que no ama permanece en la muerte”; y a continuación: “El que odia a su hermano es un homicida y ustedes saben que ningún homicida posee la Vida Eterna”. Vida eterna es la vida de Dios, que consiste en la plenitud del amor. Hacia esa plenitud tiende la criatura: “Nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti”, escribió san Agustín en sus Confesiones. Vivimos mal cuando nos vamos alejado del bien y del amor que es Dios. Al perder esa referencia fundamental que ilumina la existencia, entramos en un cono de sombra donde empiezan a brillar fugazmente las luces de las cosas materiales, y así perdemos de vista a las personas. Entonces todo se nos convierte en objeto para usar y tirar, andamos desesperados detrás de placeres efímeros, sin encontrar en ellos algo que nos dé esa paz, alegría y ganas de vivir que todos anhelamos.

Sin embargo, a pesar de nuestros extravíos, indiferencias e ingratitudes, allí está Dios, invariable en sus sentimientos de amor y de compasión por todas sus criaturas, colgado en una cruz, como respuesta en extremo misericordiosa a toda la violencia y el odio que los hombres descargaron sobre él. A la violencia del odio, Dios responde con amor, aun sabiendo que esa respuesta le significará una muerte cruel, humillante e infame. “En esto hemos conocido el amor –afirma san Juan– en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Comprendámoslo bien, queridos hermanos: el modo de proceder de Dios es responder con misericordia al odio y a la venganza; con el perdón a la ofensa; con el bien al mal. El que ha experimentado en su vida el gozo y la paz que ofrece el perdón de Dios, busca por todos los medios ser testigo y misionero de esa experiencia en todas partes.

Al contemplar el impresionante y maravilloso signo de la Cruz, descubrimos qué grande es la vocación a la que estamos llamados los cristianos: amar como Jesús nos ama; ser misericordiosos y perdonar siempre como él nos perdona; y creer firmemente que el amor es más fuerte que el odio y que la muerte. Amados por Él, practiquemos la misericordia con todos poniendo en práctica las obras de misericordia corporales y espirituales que nos enseña la Iglesia, y recordemos las que actualizamos a las circunstancias de hoy: aprender a decir permiso, perdón y gracias; estar dispuestos a escuchar y dialogar, siendo atentos y respetuosos del otro; desterrar la violencia verbal y física, sobre todo en la familia; tratar a todos, adultos y niños, con cariño y respeto; si eres padre o madre, educar a tus hijos con amor, paciencia y límites, cuidando su crecimiento espiritual y emocional; si eres hijo, honrar y obedecer a tus padres; cuidar nuestra casa común, respetando las normas de higiene urbana y mantener una amable convivencia vecinal; ayudar a quienes padecen adicciones al alcohol, a las drogas, al juego y al consumo excesivo; colaborar en la lucha contra la distribución de drogas, denunciando su venta; cumplir con responsabilidad las obligaciones; estar dispuestos a trabajar y no aceptar dádivas; tener buen trato con los compañeros en el trabajo; ser amables y atender bien a los que se acercan a pedir un servicio; alegrarse por el progreso ajeno; respaldar las palabras con buenas acciones. En fin, cada uno y sobre todo en familia, se pueden añadir otras obras de misericordia que favorezcan a un mayor bienestar de todos.

Para finalizar, quisiera recordar que el signo de la Cruz nos recuerda siempre que Dios es perdón y misericordia, que en ella encuentra verdadero sentido esforzarnos en promover el encuentro entre todos los argentinos, y cuidar con una atención privilegiada a los hermanos y hermanas más vulnerables y pobres de nuestra sociedad.

Nos encomendamos a María de Itatí, tiernísima Madre de Dios y de los hombres, y le suplicamos que proteja a nuestro pueblo y a sus gobernantes, para que todos vivamos mejor y demos gloria a Dios, porque es eterna su misericordia. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

NOTA:
A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA CRUZ DE LOS MILAGROS 2016, en formato de Word.


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