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Homilía en la Misa del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Corrientes, 29 de mayo de 2016


    Hoy la Iglesia nos invita a dirigir nuestra mirada hacia Jesús, muerto y resucitado, presente y vivo en su Santísimo Cuerpo y Sangre. Creemos firmemente que él está en el pan y el vino que se consagra en la mesa del altar. Allí está él, despojado de todo poder de dominio, y revestido todo del poder del servicio y de la humildad. Allí está el Señor Jesús, invitándonos a entrar en comunión con su cuerpo y su sangre, con toda su persona, para hacernos uno con él, en el Amor del Padre y del Espíritu Santo.

Un Dios todopoderoso, pero distante y frío, no nos interesa. Además, un Dios con esas características no tiene nada que ver con el Dios que nos reveló Jesús: un Dios cercano, humilde, paciente, misericordioso y siempre atento a las necesidades de los hombres. Su poder se hace sentir sobre todo a través de su corazón compasivo y siempre dispuesto a perdonar.

En el Evangelio escuchamos el relato de la multiplicación de los panes. A orillas del lago de Galilea se había reunido una multitud para escuchar a Jesús. La lógica humana de los discípulos entendía que, llegada la noche, había que despedir esa masa de hombres, mujeres y niños, porque allí no había comida para tanta gente. En cambio, Jesús piensa de otro modo. Él confía totalmente en Dios su Padre, sabe que Él no abandona a sus hijos, sino que los cuida como una madre.

En esa confianza total, Jesús bendice los panes y los peces. También el sumo sacerdote Melquisedec –muchos siglos antes de Jesús, como escuchamos hoy en la lectura del Génesis– bendijo el pan y el vino. Ese mismo gesto lo cumplió Jesús en la Última Cena. La bendición multiplica el pan cuando toca el corazón del hombre y lo transforma en un corazón sensible, solidario y atento a las necesidades de los otros. Esa bendición hace que el pan material y los bienes espirituales circulen y alcancen a todos, y todos experimenten la fortaleza y la alegría de vivir. Esa felicidad es la que Dios, en su infinita misericordia, desea para todos.

Jesús nos dice que hagamos lo mismo que hizo él: “Hagan esto en conmemoración mía”. Ese mandado está en íntima relación con ese otro mandato, que dio Jesús a sus discípulos luego de lavarles los pies: “Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). La Eucaristía es don y tarea. Es don: “Tomen y coman”, “tomen y beban”. Este alimento nos fortalece como discípulos de Jesús. Pero, luego de nutrirnos del Pan de Vida, Jesús nos envía a la tarea, a la misión: “…hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.

¿Creemos realmente en el poder de su Palabra? ¿Creemos realmente que el amor, hecho servicio humilde especialmente hacia las personas más vulnerables de la sociedad, multiplica los bienes para todos, y es mucho más poderoso que el egoísmo mezquino de guardarse para sí los pocos panes y peces, con la falsa ilusión de poder salvarse solos? ¿Creemos en el poder de la bendición que hace que el alimento alcance para todos? ¿Creemos que hoy Jesús continúa multiplicando el pan de la justicia y del perdón, de la misericordia y de la reconciliación, del cuidado del ambiente y del trabajo?

Jesús, realmente presente entre nosotros, continúa multiplicando los “panes y los peces”, como lo hizo a orillas del Lago de Galilea, allí donde hay un hombre o una mujer, un joven o un niño, un anciano o un enfermo, dispuestos a dar y a darse a los otros desde su debilidad y pequeñez. Jesucristo resucitado, presente en el Santísimo Sacramento, tiene el poder de liberarnos del miedo al que nos someten nuestros egoísmos, y transformarnos en misioneros de su misericordia para cuidar de los más débiles y llegar hasta los más alejados.

El extraordinario misterio que contemplamos en la Eucaristía es “Pan de Vida y Comunión para nuestro pueblo”. Como Iglesia, queremos resaltar el segundo centenario de nuestra Independencia mediante el Congreso Eucarístico en Tucumán, que se va a realizar dentro de unos pocos días. En el texto de preparación al Congreso decimos que “La memoria que queremos hacer como argentinos en esta celebración del Bicentenario es un modo de dar gracias a Dios y de reforzar los lazos que nos unen en un mismo proyecto nacional para el bien de todos. Los cristianos queremos que en cada Misa se haga más y más firme la decisión y el propósito de vivir y crecer juntos”.

Confiados en el corazón maternal de María, Madre de la Misericordia y “mujer eucarística”, como la llamó san Juan Pablo II, renovamos con alegría y emoción nuestra fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Ponemos a su disposición “nuestros peces y nuestros panes”, y le decimos: “¡Jesucristo, vida y esperanza nuestra! Recuérdanos siempre que el amor todo lo puede, que compartir con los más pobres nos hace misioneros de tu misericordia, y nos muestra el camino que nos lleva al cielo”.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes


NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA CORPUS CHRISTI 2016, en formato de word.


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