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Homilía en la Misa de la solemnidad de Nuestra Señora del Rosario

Iglesia Catedral, 7 de octubre de 2016


  Estamos celebrando hoy la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, bajo cuya protección fue puesta esta ciudad en el acto mismo de su fundación. Del acta de fundación de la ciudad, el 3 de abril de 1588, leemos un párrafo en el que se describen los sucesivos momentos del ceremonial fundacional: “El paso siguiente de la ceremonia fue la señalización, por parte del adelantado, del lugar en que estaría ubicada la iglesia, colocándose allí una cruz en señal de posesión y poniéndose a aquella bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario”.

Hoy recordamos aquel acontecimiento fundacional agradecidos por haber sido colocados bajo la protección de la Madre de Dios. Ella nos sigue convocando hoy para que bajo su mirada misericordiosa nos reconozcamos como hijos suyos y hermanos unos de otros. Ella continúa ejerciendo su misión maternal indicándonos que, como lo hizo ella, también nosotros dirijamos nuestra mirada a su divino Hijo Jesús, para que en él descubramos el rostro de la misericordia de Dios. En la hermosa y profunda oración “Tiernísima Madre de Dios y de los hombres”, de la cual ustedes tomaron el lema y los temas para la novena y fiesta patronal, destacaron su mirada misericordiosa: “Miraste con ojos de Misericordia”.

María es con toda propiedad llamada “Madre de la Misericordia”, porque es la Madre de Jesús, el Rostro de la Misericordia del Padre. Ella nos mira “con ojos de misericordia” y es también la mejor maestra para enseñarnos a vivir la misericordia. Por eso, me parece muy oportuno el lema que eligieron para esta novena y fiesta patronal: “Miraste con ojos de misericordia”.

Pero para colocarse en la escuela de esta Madre y Maestra, es necesario adoptar la actitud del discípulo, es decir, disponerse a escuchar y a aprender. Luego, también es importante animarse a intervenir, aportar e intercambiar, así como lo vemos en la conducta de María de Nazaret. El Dios de María no quiere que seamos pasivos, como si fuéramos una especie de receptáculos en los que Él va colocando sus ideas, sino que nos quiere protagonistas y corresponsables con Él de nuestra historia.

Vayamos al Evangelio que acabamos de proclamar. Allí vemos que María no se queda callada ante la propuesta que le hace el Ángel. Sorprendida con el anuncio, lo primero que hace es manifestar su perplejidad y presentar sus objeciones a lo que le proponía el Mensajero de Dios: “Cómo puede ser eso, si yo no convivo con ningún varón”. María era obediente a las leyes de Moisés, como una buena muchacha judía de su tiempo. Ella estaba comprometida con José, y de acuerdo a las normas que regían a la comunidad judía a la que ella pertenecía, los prometidos no convivían hasta después de la boda. Por eso, el plan que se le anunciaba de parte de Dios, le parecía una cosa imposible y así se lo hace saber. Sin embargo, María, después de ser instruida, y aún sin comprender cabalmente el proyecto del Altísimo, ella obedece como buena discípula: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra”.

María no es una mujer caprichosa y empecinada con su proyecto personal de vida, por más bueno y razonable que le pareciera. Está abierta, escucha, dialoga, integra, confía. Justamente lo contrario que hizo Eva o, mejor dicho, Eva junto con Adán, quienes, con su conducta soberbia y ambiciosa, desencadenaron la desgracia sobre sus vidas y las de sus descendientes. Ellos, al ver que se les presentaba la oportunidad de hacerse dueños del bien y del mal, y con ello construir sus vidas al margen de Dios, es decir, hacerse a sí mismos de acuerdo con sus propios deseos, no dudaron en estirar la mano para hacerse del fruto prohibido, que fue el único límite que Dios les había impuesto a su condición de creaturas.

Cuando la persona, o un grupo, sea cual fuere: una pareja, una familia, una comisión barrial, un partido político, un gobierno, se cierran sobre sí mismos, deciden no dialogar, dejan de escuchar a otros, terminan empobreciéndose y comprometiendo su futuro. El ser humano, el de todos los tiempos y vale también para hoy, fue creado para la apertura y el diálogo, para escuchar, incluir a todos y buscar la integración sobre todo de los más vulnerables. Sin embargo, la tentación, a la que el ser humano sucumbe una y otra vez, es aquella que se la presenta como un camino fácil y rápido, atrayente y placentero, que lo marea haciéndole ver que la felicidad está allí nomás. Una vez que cae en esas redes, se da cuenta de que todo es una ilusión. Entonces, desesperado, el hombre empieza a buscar culpables de su desgracia, que siempre son los otros: entre ellos está Dios, a quien acusa como el primer causante de su desgracia.

La respuesta de Dios a esa desgracia del hombre, que consistió en usar mal de su libertad, no fue condenarlo, sino salvarlo, manifestándole su amor en la forma de misericordia. A pesar de que el hombre se cerró al proyecto de Dios y hoy continúa haciéndolo con un empecinamiento absurdo, Él mantiene su fidelidad apostando a la misericordia y no a la condena. El poder de Dios se manifiesta en su misericordia. Él es omnipotente porque es misericordioso. De ese modo nos enseña que el único camino de salvación para la humanidad es aprender a ser misericordioso como el Padre.

La misericordia no es una práctica de los débiles, o de los que no tienen la firmeza para aplicar la justicia. La misericordia es la práctica del que renunció a la venganza. Lo opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. La justicia humana, esa que todavía cree que es suficiente con aplicar el castigo proporcional a la falta que se ha cometido, no resuelve nada. Nadie que haya cometido un delito se recuperó de su mala conducta aplicándole el método violento del castigo por lo que hizo. Eso no es otra cosa que llevar a la justicia esa ley que, lamentablemente, todavía rige nuestras relaciones cotidianas: si me las hiciste, me las vas a pagar. Dios no actúa de esa manera, su poder se manifiesta en la misericordia y el perdón. Eso no exime de reparación al que cometió un delito, pero la reparación jamás puede estar movida por la venganza, sino por la misericordia, que es el único camino de salvación para la persona y para el género humano.

La misericordia es el modo propio del actuar de Dios: su poder se manifiesta en la compasión y la misericordia. El perdón de las ofensas resulta la expresión más evidente del amor misericordioso. Sabemos que es difícil perdonar, y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices, leemos en la carta del Año de la Misericordia.

Una de las oraciones más bellas, dirigidas a María, es la Salve: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos…” Y en esa otra oración tan nuestra, nos dirigimos a María y la invocamos como Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, reconociendo que ella nos “mira con ojos de misericordia por más de cuatro siglos”. Que ella como buena Madre y excelente Maestra nos enseñe a ser misericordiosos, empezando a practicar las obras de misericordia en la propia familia y luego, como rezamos en la oración ante la Cruz de los Milagros, pidamos a Jesucristo, vida y esperanza nuestra, ser misioneros de su misericordia con todos especialmente con los más pobres. Con toda certeza, si así lo hiciéramos, nos alcanzará la promesa de felicidad y de paz que Dios asegura a quienes creemos firmemente, como María, que para Él nada es imposible. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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