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Homilía en la Misa de Todos los Fieles Difuntos

Iglesia Catedral, 2 de noviembre de 2016

Hoy la Iglesia conmemora a todos los fieles difuntos, sin distinción. Entre ellos recordamos a las personas que estuvieron más cercanas a nuestra vida: nuestros padres y abuelos; hijos, hermanos y otros familiares y amigos. Queremos tener presente, de un modo particular, a aquellos de quienes nadie se acuerda de rezar. Los invito también a que recordemos muy especialmente a los obispos, sacerdotes y diáconos, que ejercieron su ministerio en nuestra querida Iglesia diocesana.

Pero, lo primero que debemos hacer es renovar nuestra fe en Jesucristo resucitado. Eso es precisamente lo que afirmamos en el Credo: “Creo en Jesucristo (…) que fue crucificado, muerto, sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso” y, para concluir, proclamamos que creemos en la “resurrección de la carne y en la vida eterna”. Él, por su muerte y resurrección, nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida, ésa que ya no está sujeta a la corrupción y a la muerte. Nos llena de consuelo y esperanza al proclamar que Jesucristo es vida y esperanza nuestra. Para el que cree, la muerte no es la última estación de la vida, sino un paso hacia la vida plena, en la pascua de Jesús resucitado.

Es muy consolador saber que, para los que creemos que Jesús resucitó, la vida no termina aquí, sino que se transforma. Como dice el papa Benedicto XVI, “Solo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre (…) Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos”. Somos cristianos porque creemos en la resurrección de Jesús y esa fe nos asegura también nuestra propia resurrección. La comunión de los santos, que es la común unión en Cristo de todos los que creen en Él, los que ya partieron de este mundo y ya contemplan su rostro; los que murieron y están en camino de purificación para encontrarse definitivamente en la felicidad del cielo; y los que todavía peregrinamos en este mundo, nos da la segura esperanza de encontrarnos un día con nuestros familiares y amigos difuntos, y la posibilidad de que ahora oremos por ellos, para que el Señor les muestre su rostro bondadoso y lleno de misericordia.

Como decíamos al comienzo, hagamos una piadosa memoria, ante todo, de nuestro primer obispo Mons. Luis María Niella, quien junto con su sucesor Mons. Francisco Vicentín, gobernaron la diócesis durante las primeras siete décadas. Luego han estado al frente de la comunidad diocesana Mons. Fortunato Antonio Rossi, al que sucedió Mons. Jorge Manuel López. Los restos de nuestros obispos difuntos descansan en esta catedral. Agradecemos a Dios por su ministerio y los encomendamos a su amor misericordioso.

Junto a ellos, hacemos memoria de un gran número de sacerdotes, que sirvieron pastoralmente en nuestras comunidades parroquiales, en las capillas y comunidades rurales, presidiendo las eucaristías dominicales; confesando y participando en la vida de las comunidades y de los pueblos; se han desempeñado como capellanes en los colegios, los hospitales, hogares de ancianos; en el ejército y las fuerzas de seguridad; han visitado en sus domicilios a nuestros ancianos y enfermos para rezar por ellos y ungirlos sacramentalmente; presidieron exequias, predicaron misiones, y organizaron y acompañaron peregrinaciones, novenas y fiestas patronales.

No es posible recordar todos los nombres, pero quisiera mencionar al menos a los que fallecieron en el período durante el cual me tocó asumir el gobierno de esta arquidiócesis, y al recordarlos a ellos, los invito a tenerlos presente a todos. El que ha partido a la Casa del Padre recientemente, fue el P. Manuel Ratti, cuya memoria evocamos con afecto y lo encomendamos a la misericordia de Dios, para que lo acoja benignamente y le conceda su amor y su paz. Tengamos presente también al P. Pablo Ferreyra OFM, al P. Rolando Ernst, al P. Rafael Ledesma, al P. Ricardo W. Huxley, al P. Rodolfo A. Espíndola, al P. Alceste Mion; lejos de su tierra natal, al sur de Chile, falleció el P. José J. Ruidíaz, a quien pude visitar, y también despedir sus restos mortales en una celebración muy emotiva.

A propósito de los sacerdotes que acabamos de nombrar, dedico a ellos aquellas palabras que pronuncié en la misa de exequias del P. Alceste: es conmovedor escuchar los testimonios de algunas personas cuando se refieren a su vida fe, a su bondad y a su total entrega a la voluntad de Dios. En el momento solemne de la ordenación sacerdotal, cuando a nuestros sacerdotes hoy ya fallecidos, el obispo que los ordenaba les preguntó: “¿Quieres unirte cada día más a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, y con él consagrarte para la salvación de los hombres?” Todos ellos respondieron: “Sí, quiero, con la ayuda de Dios”. Y así, se entregaron en las manos de Dios, creyeron en él y consagraron su vida al servicio de la Iglesia. Que Dios premie su entrega y vivan ahora felices en su presencia.

Queremos dedicarle una memoria especial, también a nuestros diáconos permanentes fallecidos, y sentirnos cerca de sus familiares con nuestra oración y nuestro afecto. Ellos son: Ramón Céspedes, Juan Carlos Molina, Avelino Ruiz Díaz y Zaracho Fortuoso. Todos ellos desempeñaron con generosidad y dedicación su ministerio, resolviendo con mucha sabiduría las responsabilidades que le imponía la doble sacramentalidad: la del matrimonio y la familia, por una parte; y por otra, el ministerio diaconal, que les exigía el servicio a la comunidad diocesana y parroquial. Suplicamos a Dios, Padre de infinita misericordia, que los recompense con la bienaventuranza, que se les había prometido cuando fueron ordenados diáconos: con la ayuda de Dios, obrarás de tal manera que en todas partes te reconozcan como discípulo de Aquel, que no vino a ser servido sino a servir, para que al fin de los tiempos puedas escuchar de sus labios: “Bien, servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor” (cf. Mt 25,23).

Como decíamos al comienzo, junto a nuestros obispos, presbíteros y diáconos permanentes, rezamos por nuestros familiares y amigos difuntos, y por todos los que ya partieron a la Casa del Padre, y los encomendamos a la infinita bondad y misericordia de Dios. Y a nosotros, que todavía peregrinamos en este mundo, le pedimos a María, tiernísima Madre de Dios y de los hombres, que nos ayude a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús Resucitado. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTA
: a la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA FIELES DIFUNTOS 2016, en formato de word.


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