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 Homilía en la Misa de la festividad de la Inmaculada Concepción

 Corrientes, 8 de diciembre de 2016


   La Inmaculada Concepción es una fiesta de la Santísima Virgen. Esta festividad representa una verdad que fue definida como dogma en el año 1854, pero que se celebraba en la Iglesia como verdad creída desde hace muchos siglos. La declaración dogmática no viene sino a confirmar lo que el Pueblo de Dios venía creyendo, celebrando y viviendo a lo largo de la historia. Recordemos, de paso, que la imagen de la Virgen de Itatí, cuya presencia hunde sus raíces en la gestación misma del pueblo correntino, es una Inmaculada Concepción.

¿Qué significa Inmaculada Concepción? El Evangelio que hemos proclamado nos da la pista: El Ángel de la Anunciación saluda a María llamándola “llena de gracia”, lo cual quiere decir que ella fue preservada de toda culpa desde su concepción, desde el inicio de su existencia. Ella vivió toda orientada hacia Dios y toda inclinada en el servicio a los demás. El peligro para los devotos, es exaltarla tanto que, al fin de cuentas, la alejan hasta resultar una realidad inalcanzable. Sin embargo, ella representa la belleza y santidad a la que todos estamos llamados. Ella, a pesar de haber sido especialmente cuidada por Dios, como no lo hizo con ninguna otra criatura humana, vivió como como cualquier mortal, sumergida en la oscuridad de la fe y sometida a innumerables dificultades y sufrimientos a lo largo de su vida.

¿Cuál fue el secreto de esta mujer extraordinaria? Ya lo dijimos: no estaba orientada hacia sí misma, sino hacia Dios enteramente y al mismo tiempo sin reservas hacia los otros. En eso consiste precisamente la verdadera pureza de una persona. La suciedad moral, o la impureza, o la mancha, como se quiera, se acumula con el egoísmo. Y el egoísmo no es otra cosa que ponerse a sí mismo en el centro. Un individuo que vive colocándose en el centro y reclamando la atención sobre su persona, no sirve para convivir con otros. María es el modelo excelso y brillante, ante todo, de humanidad. Esta mujer, no es un mito construido por una mentalidad pietista y carente de racionalidad, cuando de ella afirmamos que es la Pura y Limpia Concepción, la concebida sin mancha original, la “llena de gracia”, como nos la presenta la Escritura. Es profundamente consolador saber que, gracias a ella, es posible creer, esperar y comprometer todos los esfuerzos en trabajar por una humanidad limpia, abierta a Dios y a los otros; una humanidad profundamente sensible y cercana a los que sufren, misericordiosa y decidida a construir lazos de amistad, y a derribar todos los muros que la separan y ahogan. Gracias a María, es posible soñar un mundo nuevo, porque en ella ya se cumplió la promesa de Dios sobre los cielos nuevos y la tierra nueva.

Uno queda perplejo ante la pedagogía que Dios emplea para poner en marcha, con el concurso de esta mujer, la promesa de una nueva humanidad. Aunque la preserva del pecado desde su nacimiento, sin embargo, no le ahorra, junto a José, ninguna de las dificultades y angustias de la condición humana: juntos enfrentan el terror de que su hijo sea un número más en la matanza de los inocentes que perpetró Herodes, matanza verificada en los anales de la época; o el destierro posterior a Egipto, o las incomprensiones de sus parientes, o al final, la angustia de acompañar la agonía y la muerte de su hijo colgado en una cruz. No se escucha de ella ninguna queja contra Dios, confía en su Palabra, a pesar de todas las adversidades, y se hace cargo con José de la historia que le toca vivir. Es la mujer fiel y obediente a Dios y, a ejemplo de su Hijo, carga sobre sí misma las espantosas consecuencias que produce la maldad en los hombres.

Es importante que nos preguntemos qué tiene que ver la Inmaculada Concepción con nuestra vida concreta. ¿Hay en ello algún mensaje que tenga real incidencia para la familia, la convivencia social, la cultura, la economía y la vida política de la sociedad? ¿O se trata tan solo de algo que toca la esfera religiosa de los católicos, se agota en la conmemoración de la festividad, y luego se pasa a otra cosa? Cuando nos retiremos del templo, ¿nuestra vida seguirá igual que cuando ingresamos a celebrar a la Inmaculada Concepción? Si esta fiesta no nos ayuda a mejorar nuestra vida, a sobrellevar con mayor fortaleza los problemas con los cuales luchamos diariamente, ¿vale la pena ocupar este tiempo para venir al templo? Dios quiera que todos nos sintamos hondamente tocados por el ejemplo de esta mujer, obediente a Dios y servidora de la humanidad. Hagamos nuestra su disponibilidad total a lo que Dios quiere: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra”. Y creamos firmemente en la promesa del Ángel Gabriel, como mensajero de Dios, cuando anuncia que “no hay nada imposible para Dios”. Él puede, quiere y está decidido a seguir “limpiando” la suciedad egoísta y toda clase de maldad que embarra y oscurece nuestra vida personal y nuestra convivencia social.

Todavía respiramos el clima espiritual que nos dejó el Año de la Misericordia. Nos hemos asomado al impresionante misterio de la misericordia del Padre, que se nos reveló en las palabras y gestos de Jesús y, sobre todo, en su pasión, muerte y resurrección. Escuché por ahí la feliz expresión que decía: la misericordia de Dios vino para quedarse. Hoy, a la luz de esta esta fiesta, contemplamos a la Inmaculada Concepción como la Madre que “miró con ojos de misericordia por más de cuatro siglos todos los que la han implorado”. A ella le pedimos que nos conceda un gran amor a su Divino Hijo Jesús, “un corazón puro, humilde y prudente” –de acuerdo a la hermosa oración a la Virgen de Itatí–, porque sin ese corazón, es imposible construir una verdadera convivencia entre el varón y la mujer, en la familia y menos aún en la sociedad; sin la pureza, la humildad y la prudencia, no es posible gobernar a un pueblo y soñar una familia humana, en la que reine el respeto, la valoración de las diferencias, la búsqueda sincera del bien para todos, y la tarea perseverante de construir lazos de amistad, cuidando de que nadie quede afuera de ese virtuoso círculo de humanización.

Para concluir, los invito a agradecer el don de la fe. Por ella podemos ver y experimentar la belleza de la humanidad que Dios sueña construir con la colaboración de sus fieles, cuyo anticipo ya contemplamos maravillosamente realizado en la Santísima Virgen. Nos asegura, además, la victoria sobre todo mal en su Hijo Resucitado, que camina con nosotros y nos invita a creer que, así como rezamos ante la Cruz de los Milagros: “el amor todo lo puede, que compartir con los más pobres nos hace misioneros de la misericordia del Padre y nos muestra el camino que nos lleva al cielo.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes

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