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Homilía en la Misa del 50º aniversario de la RCCC

Corrientes, 18 de febrero de 2017


   En este gran Jubileo que está viviendo la Iglesia por los 50 años del nacimiento de la Renovación Carismática Católica, la Palabra de Dios, que acabamos de escuchar, no necesita de mayores comentarios. Necesita, más bien, de memorización, memoria que debe ir acompañada de una humilde e insistente súplica al Espíritu Santo, para que Él, con su poder, convierta nuestro corazón y nos haga valientes testigos de lo que acabamos de oír.

Es providencial que en este aniversario escuchemos las mismas palabras que el Señor dirigió a Moisés hace dos mil quinientos años: “Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: Ustedes serán santos, porque, Yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19,1). ¡Qué bien nos hace escuchar este deseo que Dios tiene hoy para cada uno de nosotros! Dios nos llama a ser santos porque él es Santo. Él nos hizo para la santidad, es decir para Él. Somos de Dios y experimentarlo es maravilloso.

La vocación a ser santos nos da identidad, nos muestra el camino de la madurez y también nos indica el horizonte de la misión. Así se fue preparando la Renovación para este Jubileo: con un enfoque en la identidad, que convocaba a vivir el bautismo, donde la expresión clave era encender la llama; con un enfoque en la madurez, que comprometía a afianzar la comunión, donde la expresión clave era avivar la llama; y con un enfoque en la influencia, que impulsaba a la misión, donde la expresión clave era mantener y extender la llama. La Identidad enciende la santidad; la comunión la aviva; y la misión la mantiene y extiende. En este camino espiritual que realizaron preparándose para el jubileo, encontramos un bellísimo itinerario para la vida del cristiano.

Dios nos llama a ser santos. El camino de la santidad lo traza Él mismo: “no odiarás a tu hermano en tu corazón (…) No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,17-18). Más claro imposible y esto hace más de dos milenios. Luego, San Pablo le escribirá a la comunidad de Corinto para que recapaciten sobre ese llamado: “No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1Cor 3,16). Palabra que se hace realidad hoy, para tomemos consciencia de la corriente de gracia que pasa por la Renovación y por cada uno de sus integrantes, donde el Espíritu de Dios habita como en un templo. ¡Cómo no estallar en alabanza y gratitud a Dios por tanta gracia que derrama en nuestros corazones!

Por eso, en el corazón del creyente, es decir, en el corazón de aquel que se deja impregnar y transformar por la acción del Espíritu Santo, no puede haber lugar para el enfrentamiento y la división. Jesús es muy claro cuando contrapone la vieja ley con la nueva: “Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero Yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra (…) Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo» y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo” (cf. Mt 5,38-45).

Nosotros debemos aplicar este mandato de Jesús, empezando por los vínculos que establecemos entre los miembros del grupo de oración, y continuando luego entre los diversos grupos, servicios y ministerios. Es entre nosotros donde primero estamos llamados a dejar que el Espíritu Santo haga correr la gracia, para que con su poder destruya toda sombra de ambición, envidia, resentimientos y divisiones, a los que estamos tentados por el Maligno, cuya nefasta actuación provoca confusión, peleas y, finamente, divisiones y aislamiento. En cambio, la propuesta de Jesús es justamente todo lo contrario: “Sean perfectos, como es perfecto el Padre que está en el cielo”. Y esa perfección está precisamente en responder al llamado a la santidad, que es nuestra identidad para la comunión y la misión.

Hace unos años, cuando celebrábamos 40 años de la RCC en nuestra arquidiócesis, nos hacíamos una pregunta, que hoy sigue teniendo mucha vigencia, por esa la volvemos a hacer: ¿Cuál es la tentación a la que está expuesta la persona que desea vivir alegre en el Espíritu y dispuesta a renovarse cada día en la comunión y la misión? La tentación de siempre: la división, el enfrentamiento entre los grupos, el ansia de poder y de protagonismo, y la envidia, que debilitan la comunión y enfrían el espíritu de la misión. Es la tentación de hacer las cosas por cuenta propia y no estar dispuesto a llevar la cruz de Jesús. Renovarse y recuperar la alegría en el Espíritu, es pedir la gracia de abrazar de nuevo la cruz de Jesús, y estar dispuesto a dar la vida para que ‘todos sean uno’ (Jn 17,21).

El papa Francisco, al referirse a la Renovación Carismática Católica, la describió como una “corriente de gracia” que ha nacido del Espíritu Santo y tiene su centro en la Trinidad (cf. Discurso, 1 de junio de 2014). Es una corriente de gracia, por lo tanto, que se distingue por tres características: la oración, la comunión y la misión. Ante todo, la oración. A ustedes, queridos hermanos y hermanas de la Renovación, les pedimos que oren y enseñen a orar a otros. Sean verdaderos misioneros de la oración. La oración, cuando es auténtica, nos da identidad, crea comunión y enfervoriza la misión.

Hoy necesitamos aprender de nuevo aquella oración profunda que consiste en dejar que sea el Espíritu quien ore por nosotros. Él es la fuente de esa corriente de gracia que nos hace comprender los designios de Dios, porque es el único que los conoce. Él es quien sabe lo que Dios Padre desea para cada uno de nosotros, por eso no hay oración más profunda que aquella en la que dejamos que el Espíritu Santo ore en nosotros al Padre, porque con seguridad le pediremos lo que él mismo desea darnos.

Esta oración exige confianza y abandono en las manos del Padre de las misericordias. Por eso, esta oración es la oración de los pequeños y los pobres, cuyo único deseo es hacer la voluntad del Padre: es la oración de María de Nazaret: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38); es la misma oración que de ella aprendió Jesús: “Abba, Padre, todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14,36). El que aprende a rezar así, descubre, aun en la oscuridad, el poder y la belleza de la comunión, y contempla maravillado cómo se disipan los demonios de la confusión y la división, que paralizan cualquier intento de salir a la misión.

Una renovación profunda y verdadera siempre parte del corazón. Del corazón orante que le cede la iniciativa a la acción del Espíritu, que es el mismo Espíritu Santo que gobierna la Iglesia, el grupo de oración y el corazón del creyente, que se abre a su presencia. ¡Bendito sea Dios cada vez que dejamos actuar el poder de su Espíritu en nosotros! ¡Alabado sea eternamente el Espíritu que habita en nosotros como en un templo! ¡Bendito y alabado sea Él porque no cesa de llamarnos a la comunión y a la misión! Que María de Itatí, nuestra tiernísima Madre, cuide y acompañe esta corriente de gracia en nuestra comunidad.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes


NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto completo como HOMILIA INICIO JUNILEO RCC en formato de word.


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