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Homilía en la Misa Crismal

Corrientes, 12 de abril de 2017

  La Eucaristía que estamos celebrando, llamada Crismal, dado que en ella se consagra el santo crisma y se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, es signo de unidad y cooperación de los Presbíteros con el Obispo. Por eso, nos encontramos aquí prácticamente todos los sacerdotes, acompañados de sus comunidades, junto con los diáconos permanentes, las personas consagradas y los seminaristas. Somos una hermosa expresión de la Iglesia misterio de comunión y misión, cuya cabeza es Cristo, el Ungido del Padre, y de cuya virtud participan todos los bautizados, entre los cuales se distinguen con una misión propia y específica, los presbíteros. Cabe, entonces, que dediquemos unos minutos a pensar juntos sobre algunos aspectos particulares e importantes que hacen a la vida y a la misión del presbítero.

Sacerdotes del Señor
La palabra de Dios nos da la luz necesaria para enfocar bien nuestro sacerdocio. El profeta Isaías los llama “Sacerdotes del Señor”, “Ministros de nuestro Dios”. Es el Señor quien los ha ungido, por eso pertenecen a Él, son “sus sacerdotes” y “sus ministros”. Por consiguiente, ya no se pertenecen a sí mismos. Fueron ungidos para llevar la buena noticia a los pobres y a darles el óleo de la alegría.

El poder del sacerdote no le viene de él sino de Aquel a quien Él pertenece, de Aquel por quien fue ungido y enviado. Aquel que se había criado en Nazaret y que un sábado, en la sinagoga, luego de leer el pasaje de Isaías –el mismo que escuchamos hoy en la primera lectura–, anunció lo que acababa de suceder en su persona: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la escritura que acaban de oír” (Lc 4,21). En Jesús, muerto y resucitado, se ha cumplido la unción y por ella ha llegado a su plenitud el poder de Dios. De Aquel que es, que era y que viene, el todopoderoso, como lo presenta el Apocalipsis (cf. 1,8), nos viene la unción; a Él pertenecemos y en Él ejercemos el poder de anunciar la buena noticia a los pobres y de distribuir el óleo de la alegría.

Esa dimensión vincular y ontológica del sacerdote, que se expresa en la unción sacramental, lo convierte en un hombre que no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a Dios y a los otros. Por eso, el camino de la santidad del sacerdote está en ese continuo proceso de crecer en la amistad con Dios y en la caridad pastoral hacia los demás. En el decreto Presbiterorum Ordinis del Concilio Vaticano II –la carta magna sobre el sacerdocio– lo expresa así: “Ellos, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, caminan en la santidad en la medida en que mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres” (cf. PO, 12). No hay otra motivación que esa para vivir con alegría y fidelidad nuestra vida y ministerio sacerdotal. Así lo entendió y lo vivió el Santo Cura Brochero, servidor ejemplar del evangelio y del pueblo de Dios en nuestra patria.

En la comunión del cuerpo sacerdotal y con el obispo
La unción sacerdotal confiere a la persona una misteriosa y real universalidad, que lo convierte en un hombre apasionado por generar y fortalecer vínculos con todos y entre todos, empezando con sus hermanos del presbiterio. El carisma del sacerdote diocesano, que el papa Francisco llama “diocesaneidad”, es precisamente esa realidad que desencadena la unción presbiteral, mediante la cual el sacerdote vive con pasión y entrega la radicalidad comunitaria de su ministerio, y procura ejercerlo siempre como una tarea colectiva (cf. PDV, 17). La fidelidad a esa unción, es la que blinda al sacerdote contra la tentación de trabajar al margen de los demás compañeros sacerdotes y del obispo.

Las tentaciones de clericalismo, la rigidez, la orfandad, a las que alude el Papa como tentaciones a las que estamos expuestos los sacerdotes, se combaten con la oración y el discernimiento, que siempre nos reconducen a la fuente de nuestro llamado y nos reinsertan en la comunión y la misión de la Iglesia. Así lo propone el decreto conciliar sobre el presbiterado, donde nos recuerda que la caridad pastoral, que se distingue por el servicio de recuperar y fortalecer los vínculos de comunión y solidaridad en la comunidad, pide que los presbíteros, para no correr en vano (cf. Gal 2,2), trabajen siempre en vínculo de unión con el obispo y con los otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por Él con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo (cf. PO, 14).

Felices y entregados en el ministerio
La promesa de alegría y consuelo en nuestro ministerio está asegurada para todo aquel que hace fructificar los muchos o pocos talentos que Dios le ha dado, como lo enseña Jesús mismo cuando le dice al servidor bueno y fiel: “… ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor” (cf. Mt 25,19-23). Las infidelidades y lentitudes en nuestro ministerio debilitan la unidad de la propia vida, nos aíslan y llenan de tristeza. En cambio, la unidad de la propia vida, que la hace posible el ejercicio de la caridad pastoral en unión con el obispo y con los otros presbíteros, proporciona ese gozo y esa paz que provienen de la íntima relación que existe entre Jesús y la Iglesia. Esa unidad de vida es la que el Santo Cura Brochero deja ver cuando se complace diciendo: “Yo me felicitaría si Dios me saca de este planeta sentado confesando y predicando el Evangelio”.

San José Gabriel del Rosario Brochero, declarado patrono del clero argentino, es una figura luminosa que, en cualquiera de sus rasgos sacerdotales, sobre todo en aquellos que manifiestan un heroísmo extremo, nos ayuda a vivir con entusiasmo y generosidad nuestro ministerio sacerdotal. Por ejemplo, cuando al final de su vida, leproso y ciego, no se quejó de su desgracia, sino por el contrario, lo vivió como un amoroso designio de la voluntad del Padre: “El Señor me dio salud, Él me la quita; bendita sea su santa voluntad. Debemos estar siempre conformes con los designios de Dios”. Y en 1964, El Episcopado Argentino, en pleno desarrollo del Concilio Vaticano II, en adhesión a la figura del Cura Brochero, escribió: “Pero ni esta enfermedad ni la pérdida de la vista que la siguiera, fueron obstáculo para que el Cura Brochero fuera ‘cura hasta el final’, edificando su parroquia hasta el último día de su vida, con su oración, su Misa, su ejemplo, su caridad”.

Este camino de santidad, al que hemos sido llamados por pura gracia de Dios, es posible mediante el ejercicio infatigable de su triple función en el Espíritu de Cristo, es decir, ungidos para ser ministros de la Palabra de Dios, del Sacrificio Eucarístico, y de la caridad del Buen Pastor. Y todo esto en el espíritu diocesano de comunión con el cuerpo presbiteral y con el obispo, espíritu de comunión sobre lo cual debemos velar siempre, porque la tentación de aislarse se presenta sutilmente atrayente y seductora. Para no caer en esa tentación que devasta el corazón sacerdotal, nos hará mucho bien estar atentos a los compromisos que hemos asumido en común, y retomarlos con frecuencia en nuestros consejos pastorales y de asuntos económicos.

Para continuar siendo misericordiosos
Antes de concluir, recordemos el compromiso que hicimos junto con toda la comunidad diocesana para continuar siendo misioneros de la misericordia. Junto con las promesas sacerdotales que vamos a renovar a continuación, tengamos presente hoy y a lo largo de todo el año que nos hemos propuesto promover y establecer Caritas en todas las Parroquias, para aliviar las carencias de los que menos tienen. La dura realidad de la pobreza que aumenta y golpea muchos hogares nos exige doblemente a responder con urgencia a este desafío evangélico. Hemos dicho también que procuraremos estar disponibles para celebrar el Sacramento de la Reconciliación y, para ello, nos comprometíamos a fijar y mantener en las parroquias horarios semanales para ese fin. Además, hemos recomendado que se formaran equipos de Pastoral de la salud en las parroquias, para responder a la demanda de visitar y acompañar a las personas enfermas y ancianas. En el folleto “Para continuar siendo misericordiosos”, están los compromisos que atañen a otras áreas pastorales, en las cuales le cabe al obispo y a los presbíteros una responsabilidad propia e indelegable de animación para que esos compromisos se lleven a cabo.

En las dos oraciones que identifican la devoción de nuestro pueblo: la oración a la Cruz de los Milagros y la oración Tiernísima Madre, expresamos el inmenso amor que Dios nos manifiesta en la mirada tierna de nuestra Madre de Itatí, “miraste con ojos de misericordia por más de cuatro siglos a todos los que te han implorado”. Esa experiencia, única y conmovedora de ser mirados con misericordia por Ella, nos protege de la orfandad espiritual, recrea en nosotros la experiencia de ser amados, y nos lleva a ser “misioneros de la misericordia”, como reza la oración ante la Santísima Cruz de los Milagros.

A continuación, vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales delante del pueblo de Dios, para que la unción que hemos recibido el día de nuestra Ordenación sacerdotal nos consagre más profundamente a Jesucristo. “Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A Él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén” (Ap 1,5-6).

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTA: a la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como MISA CRISMAL 2017 en formato de word.

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