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Homilía en la Misa de la Vigilia Pascual

Corrientes, 15 de abril de 2017


  Hemos iniciado estos días santos, recordando la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, el Domingo de Ramos. A esa entrada triunfal, le sucedió la pasión y muerte de Jesús, hasta llegar a esta noche santa, en la que celebramos la gloriosa resurrección de Jesús de entre los muertos. Las palabras y los signos de esta noche nos hablan de una nueva creación: la bendición del fuego nuevo; la procesión con el cirio pascual, la luz nueva que es Cristo resucitado, cuya potencia hace retroceder a las tinieblas; la bendición del agua en la fuente bautismal: todo es vida, esperanza y alegría, que se manifiestan en el emotivo canto del Pregón pascual.
La Vigilia pascual, con la belleza y profundidad de sus signos y palabras, es una verdadera catequesis sobre los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana. En el misterio pascual encontramos la respuesta a las preguntas básicas que los hombres de todos los tiempos se han formulado: ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables y decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar” (…) No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuando apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser transcendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal? ¿de dónde viene? ¿quién es responsable de él? ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal? (CATIC 282-284).
Entre todas las palabras de la Sagrada Escritura sobre la creación, los textos que hemos proclamado hoy, ocupan un lugar único y, leídas a la luz de Cristo Resucitado, nos colocan en el camino de la respuesta a esas preguntas básicas. El hombre es una criatura que salió de las manos de Dios, fue creado por Dios y para Dios, por eso Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar (LG 27). San Agustín lo expresa bellamente al comienzo de sus Confesiones: “Nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti”. Sin embargo, ese anhelo de unión íntima y vital con Dios puede ser olvidado, desconocido e incluso rechazado explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas, el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada (CATIC 29).
Sin embargo y así como lo hemos oído esta noche, Dios no abandonó al hombre a su suerte, aun cuando éste le haya desobedecido y dado la espalda. Por el contrario, para reunir a la humanidad dispersa por el pecado, Dios elige a Abraham llamándolo fuera de su tierra y de su patria, para hacer de él el padre de una multitud de naciones, y para bendecir en él a todas las naciones de la tierra. Luego, salva a ese pueblo de la esclavitud de Egipto, estableciendo con él la alianza del Sinaí y entregándole por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido.
Luego, en la Carta a los Hebreos, se constata que “después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo” (1,1-2). Por eso, todos los hombres son llamados a unirse a Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos (LG 3). Y finamente, consumada, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que continuamente santificara a la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo al Padre en un mismo Espíritu (cf. LG 3-4).
Por eso, el Catecismo nos enseña que “Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta” (65). La resurrección de Cristo es la palabra definitiva del Padre, el triunfo sobre el pecado y la muerte. Con inmensa alegría proclamamos que la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo. Lo hemos escuchado hoy en la Carta a los Romanos: ¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte para que, así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,3-4).
Esa Vida nueva se manifiesta en pensamientos nuevos, sentimientos nuevos, actitudes nuevas, porque en cierto modo, nosotros ya hemos resucitado con Cristo y estamos llamados a participar de la dignidad de ser “en Cristo”. De allí nace la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre, y a la dignidad inviolable de todo ser humano. El Año de la Misericordia nos ayudó a pensar y profundizar sobre el núcleo de la fe cristiana, que consiste en practicar las obras de misericordia corporales y espirituales. Este modo nuevo de vincularnos entre los seres humanos no procede apenas de un sentimiento de piedad hacia el otro, sino que se funda en la extraordinaria revelación de que Dios mismo nos ha dado la dignidad de ser sus hijos. Por ello, todo lo que conculca esa dignidad es una verdadera blasfemia, porque atenta contra Dios mismo en la persona de sus hijos.
La celebración del Misterio Pascual nos hizo ver una vez más, que el camino que hizo Jesús, asegura el triunfo de una humanidad nueva, liberada de la corrupción del pecado. El pecado confunde, divide y enfrenta a los hombres entre sí y los aísla de Dios. El pecado paraliza el crecimiento de la persona y de los pueblos, porque lucra dividiendo y enfrentando a unos contra otros. Jesús resucitado nos devuelve la esperanza de que es posible un mundo en el que nos respetemos más, seamos más sensibles a las necesidades y sufrimientos de los otros, y no nos cansemos de hacer el bien, aun cuando como respuesta recibamos afrenta y desprecio. Jesús resucitado nos dice: “Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo”; es decir, la corrupción y la muerte no acabaron con él, por el contrario, el Padre lo resucitó y glorificó a su derecha. Esta es la esperanza de todos los que creemos en Él, deseamos obedecer su Palabra, y nos nutrimos del Pan de Vida, para fortalecer en nosotros la Vida nueva.
Que el saludo pascual que nos vamos a intercambiar al finalizar esta Vigilia, exprese el gozo de ser cristianos; el compromiso de manifestarlo en nuestras actitudes, especialmente con los que sufren y con los pobres; nos afiance en esa esperanza en la que permaneció fiel la Madre de Jesús, María Santísima, a quien piadosamente nos encomendamos, y le suplicamos que cuide a nuestro pueblo, sobre todo que nos proteja de la tentación de la división y el enfrentamiento, y nos enseñe el camino de la paz y de la fraternidad con todos. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

NOTA: a la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA VIGILIA PASCUAL 2017 en formato de word.


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