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Homilía en la Misa del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Corrientes, 18 de junio de 2017

   Hoy, en comunión con toda la Iglesia, celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la fiesta del “Corpus”, como todavía se acostumbra a llamarla. El Cuerpo y la Sangre de Cristo nos remite inmediatamente a la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y más particularmente, a la Última Cena con sus discípulos, a una comida ritual con la que se conmemoraba la pascua judía. La comida, sentarse a una mesa con familiares o amigos, es una experiencia que la tenemos todos y la necesitamos todos, desde que nacemos hasta que nos morimos. El que no se alimenta muere o el que no lo hace bien, arriesga su vida. El alimento es esencial para la vida del cuerpo. Lo mismo vale para el alma, que es la vida del Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo.

El apóstol Juan, en el evangelio que acabamos de escuchar, nos ofrece solo una parte breve del bellísimo y asombroso discurso de Jesús que se refiere al Pan de Vida. Él es ese Pan. Por eso, el que lo escucha y lo come tiene Vida eterna: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente”. ¿Creemos esto? Sin embargo, para los oyentes de Jesús no era tan obvio, cuando añadía: “Y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Ante tamaña afirmación, era comprensible la reacción: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” Pero Jesús advierte, insiste y resalta: “Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Como vemos, se trata nada menos que de nutrir la vida del Espíritu Santo con el Pan de Vida, para que fortalecer nuestros pasos en la fe, la esperanza y la caridad.

También el pueblo de Israel, peregrino en el desierto y tentado por la incredulidad y el desaliento, es sostenido y alentado por la palabra de Moisés. Así lo escuchamos en la primera lectura: “Acuérdate”, es la consigna que apela a la memoria del pueblo para que, en medio de la adversidad, no se olvide de los beneficios del Señor su Dios. Acordarse ¿de qué? Ante todo, de las pruebas por las que Dios lo hizo pasar: la prueba templa el alma de una persona, la fortalece para soportar los contratiempos, la madura para que permanezca y para que no pierda de vista la meta. Con la prueba, viene también el alimento: ¡Acordate!, le dice Moisés a su pueblo, que el Señor te dio de comer el maná y no te olvidés que el Señor, tu Dios, te hizo salir de Egipto, de un lugar de esclavitud, y fue Él quien te condujo por ese inmenso y temible desierto (cf. Dt 8,16-17).

El peregrino es alguien que mantiene viva la memoria de su fe. Si la perdiera, dejaría de ser peregrino y se convertiría en un idólatra instalado con sus ídolos, que lo hacen sentir cómodo y satisfecho: bienes materiales, poder, influencias y placeres. Con nombres diversos, pero se trata de la misma tentación a la que sucumbieron algunos grupos del pueblo elegido, cuando optaron por construirse un becerro de oro. Hoy sigue resonando fuerte aquella antigua exhortación de Moisés: “¡Acuérdate!” Peregrino, no te apartes del camino de fe que está haciendo con tu pueblo, no desfallezcas ante las dificultades que ponen a prueba tu resistencia ante las tentaciones. No te dejes arrastrar por el individualismo; por la indiferencia hacia los que sufren; el resentimiento y la venganza por los que te ofendieron; no te dejes tentar por la comodidad de grupos cerrados o por los liderazgos que confunden y dividen la comunidad.

Dios no prueba más allá de nuestras fuerzas, pero nos impulsa a más, a no quedarnos solo con el pan material, sino a creer y confiar en toda palabra que sale de la boca del Señor, porque esa es la verdadera comida y la verdadera bebida que fortalece los pies del peregrino. Jesús, Pan de Vida, nos enseñó a rezar, dejándonos el modelo para toda oración: Alabar al Padre y santificar su nombre, sentirnos amados y seguros en sus brazos, confiados totalmente en su voluntad y deseosos de que venga su Reino. Alabar a Dios y santificar su nombre es lo primero siempre. Quien alaba a Dios y le es agradecido por sus dones, es alguien que sabe pedir el pan de cada día y, a la vez que lo recibe, sabe que ese pan no es para comerlo solo, sino para compartir. La mayor prueba por la que Dios nos hace pasar, para nuestro bien y para el bien de toda la humanidad, es precisamente la de compartir el pan con todos, especialmente con aquellos, a quienes pocas veces llega el pan, ese pan que debería satisfacer las necesidades básicas que hacen a la dignidad de la vida.

El pan material –dígase educación, salud, trabajo, y, en general, el progreso para una vida digna que debe llegar a todos y con urgencia a los lugares, personas y familias más postergadas– escasea a causa de las ofensas que no perdonamos y las que infligimos a los demás. Por eso, luego de suplicar el pan cotidiano, en la oración del Padrenuestro pedimos el perdón de nuestras ofensas, condicionando ese perdón a la disposición de perdonar las ofensas que nosotros hemos padecido. Recordémonos mutuamente el compromiso que asumimos al finalizar el Año de la Misericordia “para seguir siendo misericordiosos”. “¡Acordate!”, peregrino, peregrina, que fuimos perdonados y somos una comunidad de perdonados los que celebramos la Eucaristía. Tenemos la dicha de haber experimentado el perdón de Dios, un perdón incondicional, inmerecido y gratuito. Seamos misioneros de ese perdón, testigos creíbles de las palabras del Padrenuestro: “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Adoremos la presencia viva de Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar. Frecuentemos los lugares y tiempos que se nos brindan para adorar el Pan de los Ángeles. Tenemos la dicha de tener en el corazón de nuestra ciudad un templo dedicado a la adoración perpetua. Allí está Jesús sacramentado esperándonos. Ese es el regalo que el Padre Dios tiene para darnos. La entrada es gratuita, no hay condiciones para ingresar, y no se necesitan méritos para presentarse delante de Jesús. Lo único que se requiere es el deseo de ir y la voluntad de ponerse en camino. Y aun ese deseo y ese esfuerzo de voluntad son un don de Dios. Dejémonos conducir por Él, y tengamos la certeza de que no seremos defraudados.

El que adora a Dios en espíritu y en verdad, abre su corazón y sus brazos a los hermanos, aprende a pedir perdón y está dispuesto a perdonar siempre; se convierte en un hombre fuerte y paciente para soportar la prueba en la adversidad, y en un perseverante constructor de puentes entre personas y grupos; un apasionado en tejer lazos de amistad y compañerismo con todos, y un ser profundamente sensible y atento a los más débiles y los que más sufren. Que la participación en la mesa de la Palabra y la Eucaristía, y la adoración del Santísimo Sacramento, por la poderosa intercesión de nuestra tierna Madre de Itatí, nos alcance la gracia de ser siempre y en todas partes instrumentos de paz y de concordia. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTA:
A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA CORPUS CHRISTI 2017 en formato de word.

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