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Homilía en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús
Corrientes, 23 de junio de 2017
La palabra que está en el centro de las lecturas de hoy y también en el título de esta fiesta del Señor, es la palabra ‘corazón’. Se trata de un término muy familiar y con un significado muy variado y muy rico. Obviamente, no nos estamos refiriendo al órgano que bombea sangre para mantener viva a una persona, sino a un símbolo. Es así como hablamos de un “corazón cercano” o un “corazón tierno”, pero también de un “corazón distante y frío”. Cualquiera sea el significado que le demos a esa palabra, lo que queremos expresar es algo que define a la persona, algo que está en el centro de ella misma y la abarca toda.
¿Cómo se hace para acceder a ese centro? Daría la impresión de que ese centro por estar tan cerca y en el interior mismo de la persona, debería ser de fácil acceso. Sin embargo, constatamos que no es así. Estamos como “exiliados” de nosotros mismos y con dificultades para acceder a ese centro. Con tanta frecuencia nos desconocemos a nosotros mismos porque no actuamos como quisiéramos hacerlo. Nos sucede como a San Pablo, cuando decía: no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (…) ¡Pobre de mí! (cf. Rm 7,19-24). Una contradicción: deseo una cosa, pero hago otra. Hay como puentes rotos en nuestro interior, que nos impiden el acceso a ese centro que llamamos corazón.
El Sagrado Corazón de Jesús nos revela el camino para llegar a nosotros mismos, a Dios y a los otros. En el Evangelio escuchamos la invitación de Jesús: “Vengan a mí”. La clave para acceder al centro de nuestra persona es aceptar esa invitación. Ir a Él, pedir la gracia de levantarnos y caminar hacia su encuentro, sana inmediatamente los puentes rotos que tenemos con nuestro prójimo y con las cosas. La alegría profunda, esa que experimentaron los discípulos y discípulas que se encontraron con Jesús resucitado, es la que nace del reencuentro con Él. Así lo cuentan los discípulos de Emaús: “No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras” (Lc 24,32).
Moisés les recuerda a los israelitas: “Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios: Él te eligió para que fueras su pueblo (…) por el amor que les tiene…” (cf. Dt 6,7-11). Podríamos traducir eso diciendo que fue Dios el que tomó la iniciativa para tender el puente hacia el hombre, y él fue el primero que lo recorrió para llegar hasta nosotros por puro amor. Escuchemos cómo describe el evangelista San Juan ese recorrido: “Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo para que tuviéramos Vida por medio de Él. Y ese amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero” (Jn 4,9-10). La palabra de Dios es muy clara: Dios fue quien tomó la iniciativa de construir un puente de amor con sus criaturas, y ese puente se llama Jesús.
El corazón paternal y misericordioso de Dios, lo más íntimo y vital de su ser, se manifestó en su Hijo Jesús. En unas palabras llenas de emoción y ternura Él nos revela la profundidad y la amplitud del corazón de Dios. Esas palabras las escuchamos hoy en el Evangelio: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11,28-30). El que acepta esa invitación y empieza a transitar su vida por Él, con Él y en Él, se encuentra consigo mismo, con los otros, y así también adquiere la sabiduría para saber qué hacer con las cosas, porque nadie mejor que Él conoce nuestra humanidad y sabe lo que nos hace falta.
Contemplemos el misterio que se nos revela a través de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, para que él modele nuestro corazón a semejanza del suyo. El “Corazón de Jesús” –decía san Juan Pablo II– nos hace pensar inmediatamente en la humanidad de Cristo, y subraya su riqueza de sentimientos, su compasión hacia los enfermos, su predilección por los pobres, su misericordia hacia los pecadores, su ternura hacia los niños, su fortaleza en la denuncia de la hipocresía, del orgullo y de la violencia, su mansedumbre frente a sus adversarios, su celo por la gloria del Padre y su júbilo por sus misteriosos y providentes planes de gracia... nos hace pensar también en la tristeza de Cristo por la traición de Judas, el desconsuelo por la soledad, la angustia ante la muerte, el abandono filial y obediente en las manos del Padre. Y nos habla sobre todo del amor que brota sin cesar de su interior: amor infinito hacia el Padre y amor sin límites hacia el hombre» (Angelus, 9.7.1989).
Por eso, no es lo mismo vivir con Jesús que vivir sin Él. No es lo mismo mirar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que contemplarlo y estremecerse ante la asombrosa revelación que expone esa imagen: nos impacta la pasión y el amor que arde en ese corazón por cada ser humano. ¡Qué transformación produce el encuentro con Él! Cuando la persona restablece el puente con su origen, que es Dios, recupera la paz y la alegría, y renueva sus fuerzas para continuar construyendo puentes con sus hermanos. Y lo hace con mucho entusiasmo, porque experimenta en sí mismo lo bueno y maravilloso que es cuando el centro de su persona, es decir, su corazón, está en paz con Dios. No es una paz que aísla y establece distancias para asegurar la comodidad de que nadie la moleste. Estar en verdadera paz con Dios y con los demás, abre puertas, establece caminos, promueve encuentros, supera divisiones, y es una fuente inagotable para ser misericordiosos.
El papa Francisco, a pocos meses de asumir su ministerio petrino, decía: “Nunca se dejen vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con Él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables” (Homilía, Ramos, 2013).
Para eso es necesario custodiar el corazón, cuidarlo para que no se contamine con malos pensamientos y malas intenciones, con envidias y celos, tantas cosas que entran y crean un ambiente irrespirable, en el que no puede haber lugar ni para Dios, y la persona misma se siente mal, angustiada y triste. La oración diaria, la palabra de Dios, la misa dominical, las obras de misericordia, son los medios que nos ayudan a tener limpio y aireado el ambiente interior, para poder colaborar en crear un clima de paz y concordia en la propia familia, en el trabajo, en la calle y en todos los ambientes en los que nos encontramos diariamente.
Dejemos que el Espíritu Santo custodie nuestro corazón como lo hizo con el corazón Inmaculado de María. Donde hay humildad, Dios entra más fácil. Consagrémonos a él, como lo hicieron Jacinta y Francisco, cuando la Virgen les preguntó: «¿Quieren ofrecerse a Dios?». La respuesta de ellos fue: «¡Sí, queremos!». Esa pregunta la dirige hoy a nosotros: «¿Quieren ofrecerse a Dios?». Nuestra respuesta alegre y confiada será la consagración que haremos al finalizar esta Eucaristía.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes
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