PRENSA > HOMILÍAS

Homilía en la Misa del Encuentro del Pueblo de Dios

Santa Rosa, 16 de octubre de 2017


  Hemos llegado al momento culminante de nuestro XXI Encuentro del Pueblo de Dios. Jesús nos reúne alrededor de la mesa del altar, como una familia de hijos y de hermanos, para hablarnos y para fortalecernos con el Pan de Vida, que es Él mismo, vivo y presente en la Eucaristía. Nos alegra recordar que aquí mismo se realizó el primer Encuentro del Pueblo de Dios, cuando era párroco de esta parroquia nuestro querido Padre Rodolfo Espíndola, que ya se adelantó a nuestra peregrinación terrestre. También queremos conmemorar a Santa Rosa de Lima, esta gran santa y Patrona de América Latina al cumplirse los 400 años de su muerte, y bajo cuya advocación se encuentra está comunidad. Y, por último, pero no menos importante, nos empezamos a preparar para evocar el centenario de la proclamación de Nuestra Señora de Itatí, como patrona de nuestra diócesis, el 23 de abril del año próximo.

Decíamos hace un momento, que Jesús nos reúne para hablarnos y por medio de su palabra, estrecharnos más a él. Queremos corresponderle reflexionando sobre lo que hemos escuchado, para prepararnos así a participar más plenamente de la comunión con Él, y en Él con todos los hermanos y hermanas. En la primera lectura recibimos el conocido y hermoso texto de la Primera Carta a los Corintios, capítulo 13, en el que se describen las notas distintivas del amor de Dios. Si queremos saber cómo es el amor de Dios, leamos muy despacio ese texto de San Pablo, mientras contemplamos a Jesucristo muerto y resucitado. Solo con el crucifijo en la mano y fijando en él nuestra mirada, podemos comprender en qué consiste el amor verdadero, que se distingue porque es un amor fuerte y extremo. Es un amor paciente, no es envidioso ni celoso, no busca el propio interés, olvida lo malo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo (cf. 4-6).

Ese es el amor fuerte y extremo, el que lo puede todo y el que perdura a pesar de todo. En ese amor fuimos bautizados y ese amor es nuestra misión. Desde el bautismo fuimos llamados a ser discípulos y misioneros de ese amor. Fuera de él, solo hay sutiles formas de egoísmo, que equivocadamente llamamos amor; fantasías, espectros, que nos presentan imágenes y proyectos falsos de amor, propuestas que arruinan y degradan los vínculos entre las personas. En cambio, el amor que nos ofrece Jesús, ese amor que brota de la cruz como de una fuente, se sostiene y dura en el tiempo, porque posee un sólido anclaje en Dios. Ese amor extremo que se revela en las palabras que Jesús dirige a su Padre desde la cruz: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Ese anclaje en Dios, es posible porque Jesús se convirtió en ancla segura, para que nuestra paciencia y fortaleza en el amor no vaya a la deriva de las olas del momento.

A ese amor se refiere el papa Francisco cuando escribe en Amoris laetitia que “el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que han recibido gratis, denlo gratuitamente» (Mt 10,8)” (n. 102). Pero para comprender la belleza, la intensidad y la profundidad de ese amor, es necesario contemplar a Jesús, como lo hizo María y como lo hicieron todos aquellos a quienes admiramos por su entrega de su vida hasta el extremo, como, por ejemplo, Santa Rosa de Lima, a la que el tiempo no desvanece, porque ancló su vida en ese amor que lo supera todo.

En el Evangelio escuchamos el relato de la Anunciación. Allí tenemos a María, una jovencita de Nazaret, como un ejemplo extraordinario de ese amor fuerte, fuerte porque creyó en Dios, se aferró a Él, aun sin comprender del todo lo que le pedía, pero era Él quien se lo pedía y eso a María le bastó para decir: “que se haga en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). En el diálogo entre María y el Ángel, vemos a María que escucha atenta, pregunta cuando no entiende y confía aun cuando la respuesta no le resulta tan clara. De esa manera supera la prueba de no quedarse sola y aislada con sus convicciones, que eran buenas y razonables, sino que le cree a Dios y se confía toda en Él. El diálogo no es incompatible con la obediencia, es incompatible con el capricho y la desconfianza, señales inconfundibles para aquel que se ha anclado en sí mismo.

Ese amor verdadero y fuerte, se puede pensar con el lema que acompañó la preparación y realización de este Encuentro: “María, Madre, nos reúne y nos lleva a Jesús”. Imagínense qué fortaleza, qué paciencia y capacidad para soportar, debe tener esa madre para reunir a sus hijos, sostenerlos como familia y conducirlos a Jesús. En realidad, para acercarnos un poco más a la belleza de este amor, escuchemos a San Pablo en la Carta a los Efesios: “Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios” (3,18). Ese amor se expresa en toda su plenitud en María, Virgen y Madre. La virginidad, que en María Madre, permanece, es la señal de que Ella es toda de Dios, y porque es toda de Dios puede ser también toda nuestra. Ahí está el secreto del amor fuerte y extremo al que María abrió de par en par las puertas de su corazón.

Por eso, la virginidad de María es una nota esencial de su maternidad y, por ende, de su capacidad de reunirnos y llevarnos a Jesús. La virginidad le otorga universalidad a la maternidad de María. Es Madre de Dios y Madre nuestra, porque es Virgen. Nos reúne y nos lleva a Jesús, precisamente porque es Virgen Madre. La Virginidad de María es la señal más alta de su total consagración a Dios, de su disponibilidad incondicional a la voluntad de Dios, y por consiguiente de su amor fuerte, extremo y universal. María, Madre, reúne a sus hijos, como lo hace toda madre, pero no los retiene para sí, porque ella está toda consagrada a Dios y es hacia él adonde nos lleva. María tiene una mirada purísima sobre sus hijos, nada hay en ella que la lleve a poseer a sus hijos. La posesión de las personas, la manipulación de las conciencias, la agresión verbal y física, el engaño, la difamación, la calumnia, revela en las personas una mirada sucia sobre los otros y sobre las cosas: es la mirada que tiene el maligno, en la que con demasiada frecuencia caemos también nosotros.

La virginidad auténtica es un complemento esencial del amor, es la que alcanza a tener la mirada de Jesús y la fuerza de su amor que lo supera todo. María Virgen no es incompatible con María Madre, al contrario, su virginidad complementa y embellece la maternidad. La que se ha consagrado toda entera a Dios es fecunda madre que engendró a Jesús, y nos engendra a nosotros como hijos y hermanos de Jesús. Por su virginidad, María es al mismo tiempo toda de Dios y toda de los hombres. Por eso, nos reúne y nos lleva a Jesús. Él es la meta, Él nos conduce a todos hacia el encuentro definitivo con el Padre. La virginidad se convierte, por así decir, en un lugar de encuentro y de comunión cuando es vivida en toda su pureza e intensidad.

María, Virgen y Madre, es la expresión humana más alta y más pura del amor, pero a la vez, la más realista, la más profundamente humana, y la única que nos puede salvar del derrumbe al que nos conduce el individualismo. Por eso, los invito a convertir el lema en un grito orante que recoja nuestros deseos más íntimos: María, Virgen y Madre, reúnenos y llévanos a Jesús; reúne, Madre querida, a nuestros novios, a nuestros matrimonios, a nuestras familias, a nuestras comunidades, a nuestro pueblo, y llévanos a Jesús; enséñanos y acompáñanos para que colaboremos contigo en reunir a los que están lejos de Dios, a los pobres y a los que sufren, a los que nos hacen daño, ofenden y calumnian; llévanos a Jesús para que seamos discípulos y misioneros suyos de ese amor fuerte y extremo que contemplamos en la Cruz de tu Hijo. Ante esa santísima cruz, fuente del más grande amor, te decimos: “Tiernísima Madre de Dios y de los hombres…”.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes


NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA ENCUENTRO PUEBLO DE DIOS 2017 en formato de word

ARCHIVOS