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Homilía en la festividad de los Santos Joaquín y Ana

Santa Ana de los Guácaras, 26 de julio de 2018

  Hoy conmemoramos una fiesta muy de familia: los esposos Ana y Joaquín, padres de María y abuelos de Jesús, razón por la cual hoy es también el Día de los Abuelos. Esta memoria es una buena ocasión para recordar las raíces humanas de Jesús. En él, Dios se ha emparentado con nuestra condición. A partir de esta constatación, podemos afirmar que somos verdaderamente la familia de Dios y que, por ese parentesco, compartimos con Dios su misma vida divina, lo cual no disminuye en nada nuestra humanidad, al contrario, la hace más verdadera, buena y bella.

A propósito de esta conmemoración, me gustaría destacar la importancia del lugar y la misión que hoy tienen los abuelos en la vida familiar y, como consecuencia, en la sociedad misma. Esa nueva valoración de los abuelos se ve plasmada hoy en la espontánea peregrinación de cientos de adolescentes y jóvenes, que durante toda esta jornada caminan para honrar a Santa Ana. No se trata de una peregrinación programada, o motivada desde alguna institución, ni siquiera asistida suficientemente por la Iglesia. Solo en tiempos recientes, hablamos de los últimos cuatro o cinco años, se les brinda algún acompañamiento espiritual, además de otros servicios que exige esta movilización juvenil.

La espontaneidad que acompaña los orígenes de esta caminata revela los fuertes vínculos familiares que han creado nuestros adolescentes y jóvenes con sus abuelos, probablemente más intensos que aquellos que pudieron establecer con sus propios padres. Esto, por una parte, refleja en ellos la necesidad de no perder esos vínculos familiares que les dieron seguridad, ternura y profundidad, para contrarrestar el devastador individualismo al que los somete la sociedad; y, por otra parte, pone de manifiesto el anhelo de que esos vínculos trasciendan y permanezcan más allá del espacio y del tiempo: es decir, que sean eternos.

El deseo de que las cosas verdaderas, buenas y bellas sean eternas, es una realidad que acompaña a la condición humana en todas las culturas, religiones y sistemas de pensamiento. El grosero materialismo, que se expresa en una sociedad que se basa en el consumo y que, como consecuencia, mide a las personas por lo que tienen, degenera los vínculos entre ellas, las aísla, las deprime o, por el contrario, las estimula con placeres sintéticos que duran un tiempo y luego dejan como resultado el hastío, el aburrimiento y la tristeza. Esta peregrinación espontánea de nuestros adolescentes y jóvenes tiene que hacernos pensar sobre cómo acompañarlos de la mejor forma hacia una comprensión más profunda de ellos mismos y de su lugar en el mundo.

En el próximo mes de octubre se va a realizar el Sínodo de los Obispos sobre el tema: “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. El papa Francisco convocó esta reunión para escuchar a los jóvenes y con ellos identificar las modalidades más eficaces de hoy para anunciar la Buena noticia de Jesús. Esa escucha a los jóvenes se realizó en marzo de este año, en un encuentro convocado por el Papa, al que asistieron 300 jóvenes de todo el mundo, distribuidos en veinte grupos lingüísticos, y otros quince mil jóvenes conectados con ellos a través de las redes sociales. Entre las cosas muy interesantes que ellos dijeron, quisiera destacar algunas que se refieren a afianzar vínculos interpersonales y la pertenencia a una comunidad. En ese sentido, ellos manifestaron la esperanza de que esos espacios de diálogo se multipliquen en todas las comunidades e instituciones; coincidían en que hoy los jóvenes sueñan con seguridad, estabilidad y plenitud; esperan que los líderes de grupos juveniles puedan llegar a ser para ellos buenos ejemplos; denuncian una cultura y dictadura de las apariencias; anhelan pertenecer a una comunidad transparente, acogedora, honesta, atractiva, asequible alegre e interactiva.

Seguramente que, junto con el pedido que le dirigen a la abuela Santa Ana para que les vaya bien en el estudio, los jóvenes también le piden que los proteja de los peligros, de la soledad, de la tristeza, y que les muestre el camino de la felicidad, del encuentro y de todo aquello que hace al bienestar más hondo y duradero en una persona. Ellos presienten que Santa Ana tiene la respuesta segura para las cosas que más los inquietan. La palabra de Dios en la primera lectura nos da una pista para responder a esa seguridad. Recordemos el elogio que hace de las personas ilustres, por un lado, y por otro, la desaprobación de otros que “pasaron como si no hubieran nacido, igual que sus hijos después de ellos”. Y enseguida añade, “no sucede así con aquéllos, los hombres de bien, cuyas obras de justicia no han sido olvidadas (…) Su descendencia fue fiel a las alianzas y también sus nietos, gracias a ellos. Su descendencia permanecerá para siempre, y su gloria no se extinguirá” (cf. Eclo 44,1.9-15). Entre ellos están los santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen María y abuelos de Jesús. Ellos nos aseguran que la palabra de Dios es verdadera y digna de que nos fiemos de ella.

En el brevísimo pero sustancioso texto del Evangelio que hemos proclamado, escuchamos la promesa de felicidad que anunció Jesús a sus discípulos y la que hoy nos dirige también a todos nosotros: “Felices los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen”. ¿Qué veían esos ojos y qué escuchaban esos oídos para ser objetos de la promesa de Jesús? La respuesta es una sola: lo veían a Jesús, lo escuchaban a él; a él que tiene palabras de vida eterna; a él que nos abrió el camino a la vida plena, destruyendo el pecado y la muerte que nos había separado de Dios y aislado de los demás; a él que se nos brinda como Camino, Verdad y Vida; a él, que no es un fantasma, ni una leyenda, ni aun solo un personaje importante de la historia que nos dejó una sabiduría para conducirnos en la vida. Es el Verbo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen, Dios con nosotros, para nosotros y en nosotros.

Es maravilloso el don de la fe, poco y nada tiene que ver con las creencias. Una cosa es la fe y otra cosa son las creencias. La fe es prácticamente lo contrario a las creencias. La fe es un acto personal que exige depositar la confianza en alguien. Nosotros estamos aquí porque nos hemos encontrado con Jesús, creemos en él y le creemos a él, es decir, depositamos nuestra fe en lo que él dijo y lo que él vivió. La celebración eucarística es la actualización de su muerte y resurrección. La fe nos une tan estrechamente a él, que con él morimos y con él resucitamos, vivimos por él, con él y en él. Desde la luz que nos da la fe, entendemos los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, como es el matrimonio, los hijos, el trabajo, y la construcción de la convivencia social.

La fe cristiana y no una mera creencia es la que nos asegura que la vida humana es un don de Dios y es, por lo tanto, sagrada, un bien indisponible, y en consecuencia nadie puede atribuirse el derecho de eliminarla en ningún momento de su existencia, es decir, desde la concepción y hasta la muerte natural. En este sentido, no puede ni debe haber oposición ni contradicción entre la fe y la razón, entre la ciencia y la religión, entre el mundo del más acá y el mundo del más allá. En la medida en que la inteligencia nos permita encontrar la sabiduría para aprender a distinguir e integrar, a reconocer y complementar, a dialogar, que supone siempre una buena dosis de humildad, se nos “abrirán los ojos y los oídos” para descubrir el camino del encuentro, del bienestar que se experimenta en trabajar por el bien de todos, y la felicidad de saber que peregrinamos hacia la plenitud de la vida para la que nos creó Dios, nuestro Padre.

A Santa Ana y a su esposo San Joaquín le agradecemos que nos hayan dado a esa hermosa y espléndida Hija, a la que el Espíritu Santo convirtió en Tiernísima Madre de Dios y de los hombres; y le pedimos que nos cuiden, nos alcancen la sabiduría para salvar la vida especialmente allí donde se manifiesta más débil y amenazada de muerte, como es la de la madre y de la criatura que crece en ella, pero también allí donde padece la indiferencia, el mal trato y el descarte. Y a nuestros abuelos santos Joaquín y Ana, les encomendamos con enorme cariño a nuestros adolescentes y jóvenes, que peregrinaron hoy para presentarles sus penas y sus alegrías, y les pedimos que los guíen por el bello camino de la verdad y del bien.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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