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Homilía en la Misa de la festividad de Nuestro Señor Hallado

Empedrado, 14 de septiembre de 2018

  Esta mañana, con el antiquísimo himno que se conoce como el Te Deum, pueblo y autoridades daban gracias a Dios por los beneficios recibidos de Él. Recordemos que también los “hombres de mayo” y luego los congresales reunidos en Tucumán, pronunciaron esa plegaria para dar gracias a Dios por la patria y luego por la independencia. La primera estrofa de ese himno dice así: “A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos. A ti, eterno Padre, te venera toda la creación”. ¡Qué importante es hoy hacer nuestra esa exclamación! Es la mejor defensa que tenemos contra el colonialismo cultural que pretende suprimir valores y símbolos de la identidad cristiana de nuestros pueblos.

También nosotros estamos aquí para agradecer a Dios la vida de nuestro pueblo, su historia y su fe, su hermosa tierra, su río y sus atractivas costas, en fin, todos los bienes que conforman la bella geografía de Empedrado. El bien mayor, es sin lugar a dudas, la gente, es decir, los hombres y mujeres, que pueblan esta espléndida geografía de nuestra provincia. Alabamos a Dios por todo esto, como reza el himno al que hicimos referencia, en el que, además, reconocemos a Dios como “eterno Padre”, a quien venera toda la creación. Agradecer a Dios, significa que tenemos conciencia y le atribuimos a Él todo lo que somos y tenemos. Me gustaría reflexionar con ustedes un poco más sobre esto.

Preguntémonos qué estamos haciendo cuando decimos que nos hemos reunido para agradecer a Dios los beneficios que recibimos de Él. Ante todo, lo que hacemos es reconocer que el mayor bien que hemos recibido de Dios es la vida. Él es el autor, el creador, él es quien nos hizo a imagen y semejanza suya. Pensemos en la enorme importancia que tiene para cualquier persona, de cualquier cultura, nacionalidad o religión, saber quiénes fueron sus padres. Para saber quién soy, es inevitable que sepa quiénes son los que me dieron la vida y qué hicieron conmigo durante los primeros años de mi vida. Seguramente conocemos personas o hemos escuchado historias de hombres y mujeres, que han hecho grandes esfuerzos solo por saber quiénes y cómo fueron sus padres.

Surge de lo más profundo de las entrañas del hombre y de la comunidad humana la necesidad de conocer su historia y sus orígenes, para poder explicarse a sí mismos y para poder caminar construyendo un destino común. Sería una verdadera catástrofe si nos olvidáramos a quién nos parecemos, de dónde provenimos, quiénes fueron nuestros padres y abuelos, cuáles fueron los valores que ellos nos inculcaron. De nada nos serviría el carnet de identidad para saber hacia dónde orientar nuestra vida. La identidad y la misión de una persona o de un pueblo y, en definitiva, de toda la humanidad, se construye a partir de las propias raíces, es decir, descubriendo, reconociendo y agradeciendo a quienes nos dieron la vida.

De igual modo sucede si nos olvidáramos que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Ese espejo, en el que nos reconocemos quiénes somos y a quién debemos parecernos cada vez más, no puede ser cambiado por otro. Cualquier otro espejo sería un engaño, porque es como si le dijéramos a una criatura que sus padres ya no son los que le dieron la vida, sino que a partir de ahora puede reemplazarlos por otros. Si eso aconteciera, esa persona no tiene otra alternativa que ser mendigo de su propia identidad ante quienes se encargarán de dictarle quién es y lo que debe hacer. A esto se le llama sometimiento cuando sucede en el orden de los vínculos interpersonales; y colonialismo, cuando un pueblo domina a otro obligándolo a someterse a sus dictados. La soberanía de un pueblo se va construyendo a partir de los valores que fueron diseñando su identidad, que le permitieron atravesar diversas dificultades y lo fortalecieron para poder subsistir en el tiempo. Un pueblo soberano es siempre también un pueblo agradecido, porque reconoce los beneficios que ha recibido a lo largo de su existencia. Su mayor bien es precisamente el hecho de que exista. Y como nadie puede darse la vida a sí mismo, es crucial para su continuidad la gratitud, a la que necesariamente va unido el compromiso de cuidarse y fortalecerse.

¿A quién agradecer sino a Aquel que hizo posible su existencia? Y Aquel que nos creó a su imagen y semejanza no puede ser una energía cósmica, ni solo una especie de primer principio lejano e inalcanzable, o una mera construcción cultural necesaria para satisfacer los anhelos de inmortalidad que laten en la condición humana. Si eso fuera verdad, si Dios no existe y todo el anhelo de trascendencia que late en el corazón humano no es sino una proyección subjetiva de su deseo de omnipotencia, si eso es así, entonces todo está permitido, como afirma sabiamente uno de los hermanos de la famosa novela de Dostoievski. De ser así, el que decide cuál es el valor de la existencia humana es el hombre sin referencia a nadie más; y entre los hombres, la decisión estará en manos del más poderoso, o del grupo de los que logran dominar al resto, y serán ellos los que determinarán quién tiene derecho a la vida y quién no.

En cambio, la fe cristiana que nos ha reunido aquí, nos enseña que Dios es Padre de todos, sin excepción; que nos ha creado a imagen y semejanza suya, a un grado tan alto y bello, que no dudó en venir a habitar entre nosotros en su Hijo Jesús como uno más; que se colocó en la última escala de la condición humana para que nadie se sienta menos, y para que aquel que lo reconozca y acepte experimente la alegría y la paz del que se encontró consigo mismo y con los demás; que en el encuentro con él se descubrió infinitamente amado y perdonado; y que, a partir de ahora, su vida vale nada menos que el precio de la suya entregada hasta el extremo solo para que nosotros la tengamos en abundancia. En Jesús, crucificado y muerto por la suciedad de nuestros pecados, y resucitado por el poder del Padre, se nos ha devuelto la imagen y semejanza en la que fuimos creados. Mirándolo, vemos como en un espejo, quiénes somos, cuál es el camino que nos toca recorrer, y a qué maravilloso destino estamos llamados.

En la histórica y bella imagen de Nuestro Señor Hallado está representado el maravilloso misterio de Dios Padre, que nos ha creado a imagen y semejanza suya. Esa imagen y semejanza está plasmada en Nuestro Señor Hallado, en torno al cual se fue congregado el pueblo de Empedrado cuando aún era un paraje de pocas casas. En ese “espejo” del servicio y del amor sin límites, se fue reconociendo y construyendo este pueblo. En ese amor, que es el único realmente inclusivo de todos, especialmente de los más débiles y despreciados por los poderosos; que se expresa en la hospitalidad y el cuidado de la vida tanto del recién nacido, como del anciano, o del forastero; que está dispuesto siempre a dar una mano al que cae en desgracia; que cree firmemente que el bien es más fuerte que el mal, y que el amor vence al odio. Estos son algunos de los principales valores que irradia la bella imagen que preside la histórica peregrinación de este pueblo.

Hemos afirmado y lo reiteramos que en la historia humana no hay otro acontecimiento que revele una inclusión tan amplia y sin condiciones como la que se manifiesta en la cruz de Jesucristo. El amor de Jesús llega hasta el extremo de responder con el perdón a los que descargaron sobre él toda la furia de su odio. Desde la cruz, Jesús no reacciona con violencia y no condena a nadie. Solo tiene palabras de perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Sus palabras y sus gestos desarticulan el odio y la violencia, mostrándonos que no hay otro instrumento más eficaz para alcanzar la fraternidad entre los hombres, que aquel que nos brinda Jesús desde la cruz. Este acontecimiento se encuentra en las raíces de nuestra identidad. Fuimos creados a imagen y semejanza de Cristo y él se ha convertido para nosotros en Verdad, Camino y Vida; él es la fuente de vida y esperanza que nos brinda seguridad para continuar construyéndonos como un pueblo acogedor, solidario y atento a los más pobres y alejados de los bienes necesarios para vivir una vida digna.

Hoy, al conmemorar un aniversario más de la fundación de nuestro pueblo, agradecemos nuestras raíces cristianas y también esa sabiduría que nos viene de los orígenes más remotos, amalgamada en el tiempo, y que encuentra su expresión más visible y bella en los rostros mestizos de nuestra gente. La posterior inmigración de otros pueblos, se incorporaron pacíficamente a la convivencia de los primeros pobladores, aportando su propia riqueza. Debemos cuidar mucho esa capacidad innata que tenemos de convivir con la diferencia, fruto de la semilla cristiana que germinó conformando este pueblo, que aprendió compartir lo mejor de la riqueza cultural que aportaban los que venían a sumarse a la construcción del bien común. Esto no hubiera sido posible sin una adecuada valoración de lo que hemos recibido y luego, por gracia de Dios, también hemos podido conservar e incrementar.

Por eso hoy, ante la imagen de Nuestro Señor Hallado, el Verbo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen Madre, nos descubrimos con él hijos del Padre y en él hermanos de todos, sin distinción de ninguna especie. Jesús, peregrino del Padre, hermano de todos los hombres y mujeres, nos hace peregrinos de la vida terrestre, sabiendo que no es aquí donde tenemos una ciudad permanente, sino que caminamos en esperanza hacia el cielo, hacia donde tienden nuestros anhelos más profundos de vida plena y de felicidad, prometida por Jesús, a quien veneramos en nuestra histórica imagen. En él, como en un espejo, nos descubrimos quiénes somos, qué debemos hacer y hacia dónde vamos. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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