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Homilía en la Misa del XXII Encuentro del Pueblo de Dios

Corrientes, 15 de octubre de 2018

  El Encuentro del Pueblo de Dios se ha convertido en un valioso patrimonio espiritual de nuestra comunidad diocesana. Sentiríamos mucho si dejara de realizarse, ¡se hizo tan nuestro! Lo vamos preparando durante el año en nuestras comunidades, mientras crece la expectativa de encontrarnos y celebrar juntos nuestra fe. Soy testigo de la gran cantidad de horas que dedicaron muchos de ustedes en preparar este Encuentro. Les doy las gracias a todos y, en particular, a los jóvenes que, además de colaborar mucho en tantos detalles que supone organizar una reunión de este tamaño, anoche hicieron una vigilia de oración para sostener alto el espíritu de este encuentro. Agradecidos a Dios, reconocemos que este Encuentro es una caricia de la misericordia de Dios hacia nosotros y un cálido gesto de ternura de nuestra muy querida Madre de Itatí.

“¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!” es el lema que inspiró la preparación y realización de nuestro Encuentro. Fíjense qué hermosa y providencial coincidencia. En Itatí, frente al Santuario, el martes 23 de abril de 1918, el Obispo de Corrientes, Monseñor Luis María Niella, proclamó a la Virgen de Itatí Patrona y Protectora de la Diócesis de Corrientes. Ante una multitud reunida allí, el obispo les hizo la siguiente pregunta: “¿Juran reconocer a la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí como Patrona y Protectora de la Diócesis?” La respuesta fue unánime, firme y decidida: Sí, juramos. Las actas cuentan que seguidamente se realizó una procesión solemne reinando indiscutible júbilo en el público, finalizándose la ceremonia con la entronización de la Imagen en el nuevo Camarín.

Hoy estamos nosotros frente al Santuario de la Santísima Cruz de los Milagros haciendo público nuestro juramento de hacer lo que Dios quiere: “¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!” María Santísima, fidelísima cumplidora de la voluntad de Dios nos acompaña para que la cruz, en la que su Hijo cumplió la voluntad de su Padre Dios, no nos dé miedo. Si nos detenemos un poco a pensar qué significa el lema, no sé si nos quedaríamos tan tranquilos. Declarar “¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!”, intimida y atrae al mismo tiempo. Se parece a un abismo, da miedo y seduce a la vez. Así lo experimentó Jesús en la cruz, cuando tuvo que atravesar el abismo que produjo nuestro pecado, confiando totalmente en que Dios, su Padre, no lo iba a abandonar. Sin embargo, aun sintiéndose abandonado, se entregó confiadamente en los brazos de su Padre, que lo sostenían amorosamente para que pudiera superar la impresionante prueba encomendada a él por la voluntad de su Padre.

María Santísima, con su ternura de madre y su firmeza de maestra, nos acompaña y anima a que no le tengamos miedo a la voluntad del Padre. Ella misma, todavía una adolescente, se animó a confiar en la palabra del Ángel que la colocaba también a ella frente a un abismo, en el que quedaban deshechos para siempre el hermoso proyecto de matrimonio que soñaba con José. Sin embargo, luego de manifestar con franqueza su preocupación, se entregó toda a la voluntad de Dios: “Aquí está la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Algo similar le sucedió a José, que la quería mucho. También José tuvo que pasar por la prueba de no hacer lo que a él le parecía sensato, sino lo que Dios le proponía. Entonces, dice la Escritura, “José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa” (Mt 1,24).

A la luz de estas conductas tan luminosas, podemos imaginarnos cómo era el ambiente familiar en el que se educó Jesús. No extraña, pues, que a los doce años se haya quedado en el templo para hacer la voluntad de Dios, su Padre. Fueron María y José quienes lo educaron para no hacer lo que a él le parecía, sino aprender a discernir cuál es la voluntad de Dios y a no demorarse ni excusarse por ningún motivo de cumplirla inmediatamente. Luego, cuando sus discípulos le pidieron que les enseñase a orar, él les enseñó el Padrenuestro. Una de las primeras cosas que les enseñó en esa oración fue pedirle a Dios, “que se haga tu voluntad”. Y nosotros estamos hoy aquí, para decirle a Dios, Padre nuestro, que queremos hacer su voluntad.

Preguntémonos ahora ¿cuál fue la voluntad del Padre para su Hijo Jesús? La misma pregunta vale para María de Nazaret y para José, del linaje de David: ¿Cuál fue la voluntad del Padre para esa joven pareja? ¿Fue voluntad de Dios Padre que su Hijo padeciera el tormento de la cruz y agonizara en ella hasta morir? ¿Fue también voluntad del Padre que allí, junto a la cruz de su Hijo estuviera ahogada de dolor su madre? ¿Cómo se compagina la misericordia, la compasión, la ternura del corazón de Dios con su voluntad, aparentemente insensible y cruel al dejar que su Hijo Jesús padeciera de una muerte tan humillante? Preguntémonos ¿cómo hizo Jesús para reaccionar como lo hizo ante la mentira, los falsos testimonios, los golpes, la burla? ¿De dónde sacó fuerzas para resistir a esa descomunal descarga de odio que arrojaron sobre él? ¿Cómo hizo su Madre para no caer en un llanto desesperado al contemplar el maltrato salvaje que sufría su hijo? ¿Dónde estaba la omnipotencia del Padre Dios, el todopoderoso, qué fue de sus entrañas misericordiosas?

Para darnos cuenta más cabalmente qué significa “¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!”, tenemos que mirar a Jesús y a su Madre, la Virgen María, y a José, y aprender de ellos y con ellos. Mirándolos a ellos, podemos comprender aquello que nos dijo el papa Francisco: “La vida cristiana es un combate permanente. Se requieren fuerza y valentía para resistir las tentaciones del demonio y anunciar el Evangelio (GE, 158). La fe es vencer el miedo y confiarse totalmente en Dios, que no abandona jamás al que en él confía. Eso es lo que nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes; el que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán” (cf. Jn 15,1-8). Jesús tiene una experiencia muy fuerte y única de confianza total en Dios su Padre. Solo él lo llama “Padre mío”. Por eso, cuando se refiere a nosotros y nos insiste en que permanezcamos en él, nos da identidad. Jesús nos hace sentir que pertenecemos a él, que somos de él y por él hijos adoptados del Padre, a quien con todo derecho podemos llamar Padre nuestro, y en quien podemos depositar con absoluta confianza toda nuestra vida, como lo hizo Jesús, María y José, y tantos otros santos y santas a lo largo de la historia. Esa pertenencia a Jesús que nos permite llamar a Dios “Abba”, que traducido significa “papá”, con toda su carga de cariño y ternura que eso conlleva, nos constituye familia de Dios, Pueblo de Dios. Permanecer en Jesús no es una experiencia solo personal, sino necesariamente también comunitaria. Nos encontramos para reconocernos verdadero Pueblo de Dios, celebrarlo con enorme alegría y esperanza, y exclamar con toda confianza: “¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!”

Ahora bien, en el encuentro del Pueblo de Dios que estamos realizando este año, nos propusimos darles un lugar central a los jóvenes, dado el Sínodo dedicado a ellos, que aún está en curso. Brindarles un espacio a los jóvenes, es acercarnos a ellos, escucharlos y estar decididos a caminar juntos. En el espíritu de nuestra reunión actual, les decimos a los jóvenes que queremos encontrarnos con ellos y prolongar este encuentro en nuestras comunidades locales. Con ustedes, jóvenes, deseamos que vaya madurando cada vez más el “nosotros”, para comprometernos juntos a vivir más en serio como cristianos en todas partes, sin miedo ni vergüenza, aunque nos traten mal y nos desprecien, tal como lo hemos prometido cuando nos confirmaron en la fe y hoy volvemos a ratificar: “¡Aquí, tu pueblo que quiere hacer Tu voluntad!”

Queridos jóvenes y queridos todos. Es hermoso sentirse parte de la Iglesia, vale la pena integrarse cada vez más en ella, a pesar de las debilidades humanas y de las dificultades por la que atraviesan muchos de sus miembros. Ella, la Iglesia, continúa siendo madre y maestra de todos, nos hace sentir en casa, como en familia. Vale la pena, como nos invita el Santo Padre, “aferrarse a la barca de la Iglesia que, aun a través de las terribles tempestades del mundo, sigue ofreciendo a todos refugio y hospitalidad; vale la pena que nos pongamos en actitud de escucha los unos de los otros; vale la pena nadar contra corriente y vincularse a los valores más grandes: la familia, la fidelidad, el amor, la fe, el sacrificio, el servicio, la vida eterna”.

Pongamos ahora nuestra jornada, la vida de nuestras comunidades parroquiales, grupos y movimientos, a nuestros queridos niños, adolescentes y jóvenes, a nuestros enfermos y ancianos, junto a las ofrendas que enseguida llevaremos al altar. Que la potencia de Espíritu de Jesús Resucitado nos transforme profundamente para hacer siempre, Padre, tu voluntad. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.

Arzobispo de Corrientes



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