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Homilía para la Misa de Nochebuena

Corrientes, 24 de diciembre de 2018

Si a cualquier creyente le preguntáramos qué es para él la Navidad, podríamos escuchar respuestas como estas: Navidad es paz, es alegría, es encuentro, es familia, etc. Y así es, y mucho más: Navidad es también libertad, justicia, verdad y amor. Pero para comprender porqué decimos todo eso de la Navidad, tenemos que descubrir la causa que provoca esas vivencias en nosotros.

Lo primero que debemos decir que no somos los hombres los que producimos la Navidad, aunque luego nos ocupemos de maquillarla, deformarla y oscurecerla. La Navidad es obra de Dios, una obra en la que él viene trabajando durante muchos siglos. Los primeros datos de esa tarea fueron registrados con la historia de Abraham, Isaac y Jacob, por eso el pueblo de Israel lo nombraba como el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob. Es decir, un Dios que viene haciendo historia con los hombres y se empeña en no abandonarla; un Dios cercano y decidido a liberar al hombre de su desgracia, y siempre dispuesto a renovar la alianza con su pueblo, a pesar de la pésima respuesta que recibe de él. A Dios hay que preguntarle qué es la Navidad, porqué la pensó así y con qué fin la llevó a cabo de esa manera.

La respuesta de Dios está en su Palabra. A ella tenemos que recurrir una y otra vez con una buena disposición interior para escucharla, reflexionar sobre ella y pedir la gracia de acogerla en nuestro corazón. María de Nazaret nos enseña cómo se hace para escuchar y obedecer la Palabra de Dios. Esa escucha y acogida de la Palabra nos hace verdaderamente libres, porque nos saca de las tinieblas de la ignorancia y nos abre a la amistad con Dios. Por eso, vayamos a la Palabra que acabamos de proclamar, porque en ella vamos a encontrar la respuesta a todos nuestros interrogantes.

El profeta Isaías, inspirado por Dios, anuncia que su obra se está realizando, porque “un pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9,1). Esa gran luz, que despejó las tinieblas, les trajo esperanza: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado” (Is 9,5) ¿Cuáles fueron las consecuencias de ese nacimiento? Escuchemos al profeta: “Las botas usadas en la refriega y las túnicas manchadas de sangre, serán presa de las llamas, pasto del fuego”. Es decir, ese nacimiento pone fin a las guerras y trae paz y alegría, verdad y justicia, perdón y libertad. El pueblo de Israel, pueblo elegido de Dios, ya comprendía que la obra de salvación era una iniciativa de Dios, y no resultado de esfuerzos humanos. Sin embargo, esa iniciativa de Dios exige la colaboración de los hombres. Una iniciativa que rompe con los esquemas de poder y dominación, esa trampa mortal que, sin embargo, tanto fascina a la humanidad, creándole la fantasía de que a través del poder dominador nos viene la salvación.

La Navidad es la contracara del poder que aplasta, somete y, finalmente, mata. La obra de Dios alcanza un nivel máximo de realización con el nacimiento de su Hijo, el Verbo hecho carne y, de ese modo, revoluciona todos los vínculos entre los seres humanos. Los primeros testigos son hombres y mujeres simples, alejados del solemne templo y de la ruidosa ciudad de Jerusalén: “No teman”, escuchan en la noche, “porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). El imperio con sus luces y el templo con sus exigencias seguían su propia danza. En cambio, aquellos que vieron la señal: “un niño recién nacido envuelto en pañales y recostado en un pesebre” (Lc 2,12), se llenaron de gozo y admiración. Así es aún hoy: el que lo descubre y cree en él, encuentra una alegría y una paz hondas e inconmovibles, bases seguras para afianzar la amistad con Dios, con el prójimo y con la casa común en la que todos habitamos: Dios, la familia humana y la creación entera.

Pero para encontrarse con la fuente de esa luz, que trae alegría, paz y fraternidad, es necesario hacer el camino que hizo Jesús: colaborar con él en la obra de Dios. Dios Niño nos indica el primer paso que debemos dar con él: romper con toda forma de violencia y despojarse del poder que avasalla, humilla y excluye. Dios Niño, y luego Jesús muerto y resucitado, es la escuela en la que aprendemos que el amor verdadero desarma y vence el odio. El lugar insustituible, fundamental y necesario para vivir la primera experiencia de amar y ser amado, es la familia. Aquella, constituida por un varón y una mujer, como la que Dios quiso para sí con María y José, en la que se dan las mejores condiciones para aceptarse unos a otros, y así construir juntos la armonía más bella en la diversidad que se puede encontrar en la creación.

La Navidad es entonces el primer paso de Dios, revestido de nuestra pobre condición humana, con la que él responde a la afanosa búsqueda de paz, de plenitud y de felicidad que late en lo más profundo de nosotros mismos. La Pascua, es el paso que lleva a su punto más elevado la respuesta de Dios a nuestros interrogantes. Allí, en la cruz, está Jesús, que asume libremente su condición de víctima. Como tal, resiste a toda tentación de responder con un poder que oprima, soportando con paciencia el aterrador ultraje que se descarga sobre él. Así, Jesucristo, nacido de María Virgen, que padeció, murió y resucitó para salvarnos, se convierte en el mensaje insuperable de vida nueva y plena, una vida que tiene la fortaleza de romper definitivamente las ataduras del odio y de la muerte. Los creyentes en Jesús fuimos bautizados, es decir, sumergidos en esa dinámica del amor fuerte, un amor capaz de soportar hasta dar la vida. Es el amor verdadero en el que vale la pena confiar y arriesgar la vida, siguiendo los pasos de Jesús.

Con frecuencia escuchamos decir que los argentinos estamos hartos de desencuentros y confrontaciones que no nos conducen a ninguna parte. Sin embargo, no logramos salir de esa ciénaga viciosa que nos hunde cada vez más. El desencuentro entre las personas tiene su origen en la nefasta y misteriosa raíz de la soberbia, que es el mal que divide, aísla y anula las posibilidades de diálogo y de encuentro. El mensaje de Navidad es un llamado potente a renunciar a la soberbia y a suplicar con humildad la gracia de empezar a dar los pasos hacia el encuentro. A primera vista parece imposible, sin embargo, es posible. Con toda certeza lo podemos lograr si descubrimos que el encuentro entre los hombres es obra de Dios y no nuestra. No hay vocación más alta para el ser humano que corresponder al llamado que nos viene de Dios, de ese Dios que manifiesta su poder en gestos cercanía, humildad y confianza. Ese es el verdadero poder que incluye y crea lazos de fraternidad entre todos. Eso es Navidad y esa es también la Pascua.

La Navidad es santa por ser de Dios. Él la hizo para nosotros, para que gocemos de su santidad, y participemos de la felicidad que él nos ofrece, porque esa felicidad es segura, sin fecha de vencimiento, y resiste a cualquier tribulación que nos depare la vida. “Él se entregó por nosotros, a fin de libarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido y lleno de celo en la práctica del bien” (Tt 2,14), le recordó san Pablo a Tito, su estrecho colaborador. Que la invitación a la práctica del bien encuentre eco en nuestro corazón, poniendo de nuestra parte todo para expresarla en gestos concretos de cercanía, de apertura y de diálogo con todos; nos libre de los apegos desordenados a personas y a cosas, y nos disponga generosamente a compartir con los pobres y con los que la sociedad desprecia y margina. Y que la Virgen Madre nos acompañe en esta Navidad, nos dé ojos para ver, oídos para escuchar y manos para estrechar.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes



NOTA:
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