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Homilía en la Misa del Jueves Santo

Corrientes, 18 de abril de 2019


  Hoy iniciamos la celebración del Triduo Pascual, con esta misa que estamos celebrando, conocida como la “Misa vespertina de la Cena del Señor”, y se extiende hasta las vísperas del Domingo de Resurrección. Todo el misterio cristiano se centra en la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Consecuencia inmediata de ello es que también nuestra vida adquiere sentido, y se convierte en vida verdadera, cuando nos sumergieron en las aguas del bautismo, que representan la inmersión real de nuestra existencia en la muerte y resurrección de Jesús. Cuando nos bautizaron nos unieron definitivamente a Jesucristo vencedor de la muerte y del pecado. Por eso exclamamos gozosos: “Cristo, vida y esperanza nuestra”. Ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, somos de la familia de Dios, tenemos en nosotros la misma vida de Dios, él no hizo su familia, Cuerpo de Cristo, Iglesia, Pueblo Fiel de Dios.

El Triduo Pascual es memoria y actualidad. La Pascua cristiana no se entiende sin el camino del éxodo que realizó el pueblo de Israel, pueblo que Dios se eligió, de entre todos los pueblos de la tierra, para entablar un diálogo personal con él, comunicarle sus promesas y asegurarle que lo llevará a una tierra de libertad y de abundancia. Por eso este pueblo no pierde la memoria en Dios que lo ha salvado y lo seguirá haciendo a lo largo de la historia, a pesar de haber sido un pueblo obstinado y de dura cerviz, como lo experimentamos también nosotros. En la primera lectura del libro del Éxodo hemos escuchado las indicaciones y requisitos que Dios había establecido para que su pueblo celebrara la Pascua. La familia o grupo de familias debían sacrificar un cordero y consumirlo rápidamente, ligeros de equipaje y preparados para la marcha. No cabía instalarse, ni merodear, ni distraerse, porque había que concentrar la atención en la acción poderosa de Dios liberador. Este pueblo escogido continuará recordando que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que los liberó de la esclavitud de Egipto y los condujo a una tierra de libertad, también hoy los conduce y protege con brazo poderoso en medio de las amenazas que el desierto de la vida les depara.

Jesús, como todo israelita piadoso, celebró la pascua con sus discípulos. De esta celebración dan cuenta los cuatro evangelistas, con las acentuaciones propias que le da cada uno. El más diverso en recordar los hechos que sucedieron es el Apóstol san Juan, porque rescata de la Cena del Señor el lavatorio de los pies, a diferencia de los otros tres que narran el gesto que hizo Jesús al partir el pan y bendecir la copa. El lavatorio de los pies, cuya representación vamos a realizar a continuación, es el gesto que llevó a cabo Jesús durante la Última Cena, sorprendiendo a sus discípulos, los cuales todavía no habían comprendido totalmente a su maestro, y esperaban una acción más espectacular y contundente de su maestro frente a sus enemigos. Sin embargo, con una pedagogía sin precedentes, Jesús les muestra a sus discípulos en qué consiste el verdadero poder, ese que él ha visto ejercer a Dios, su Padre. “Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre” (Jn 5,19). Y así lo consigna a sus discípulos, para que ellos hicieran lo mismo que hizo el maestro.

Pero ese lavado humilde tiene también una significación más profunda, puesta de manifiesto en la reacción de Apóstol Pedro cuando Jesús se acerca para lavarle los pies. La limpieza que Jesús realiza con ese gesto, es la que toca el fondo último de la persona y la abraca toda entera. Jesús limpia el pecado, disuelve, por así decir, esa soberbia que aleja de Dios y de los demás y hunde al ser humano en el pantano del individualismo y el aislamiento. Jesús lleva ese gesto del lavatorio de los pies por el camino de la pasión y la cruz hasta la gloria de la resurrección y lo convierte en sacramento de salvación, es decir en signo de vida nueva. El significado del lavatorio de los pies, contemplado desde la resurrección de Jesús, se torna un gesto pascual, liberador y restaurador de los vínculos humanos con Dios, con sus semejantes y con la creación. La creación entera participa de la alegría de la pascua, representada en el gesto que realizó Jesús en la Última Cena. En esa vida nueva fuimos sumergidos cuando nos bautizaron. Por eso, cuando celebramos la Eucaristía, en la que se actualiza el Misterio Pascual, somos fortalecidos en la fe, enviados a dar testimonio de esa fe y dispuestos a “lavar los pies” de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres y alejados.

Hoy, al recordar la Cena del Señor con sus discípulos, es también el día de la institución de la Eucaristía y el Orden Sagrado. Todos los bautizados participamos del único sacerdocio de Jesucristo, todos somos sacerdotes, todos nos ofrecemos con Jesús al Padre, sin embargo, Jesús elige a algunos para que presidan la asamblea sacerdotal que celebra la Eucaristía. Todos somos bautizados y también todos somos enviados. Comparto con ustedes una reflexión de San Agustín, del siglo IV-V, en la que nos ilustra sobre las consecuencias que tiene para la vida del cristiano participar de la mesa eucarística.

San Agustín, para su reflexión, parte del libro de los Proverbios donde se lee lo siguiente: Si te sientas a comer en la mesa de un señor, mira con atención lo que te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa del tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar con atención lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grande de este don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que, así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante.

Es verdad que cuando se nos propone “preparar algo semejante” nos asusta y supera ampliamente nuestras fuerzas. Pero es posible si dejamos que el Espíritu Santo, potencia de la vida nueva que recibimos en el Bautismo, nos transforme y nos haga ver cuál es el paso que debo dar para vivir más plenamente la Pascua de Resurrección en mi vida. Pascua es paso, es transformación, es dejar atrás el lastre de una vida superficial que no es vida, y de todo aquello que nos aleja de Dios y nos distancia de nuestros hermanos. Pascua es misión, es testimonio y coherencia de vida, es alegría y paz. Es “shalom”, vida plena, esa que solo Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, puede darnos. Los cristianos estamos llamados a ser misioneros audaces y fervorosos de la buena noticia de Jesucristo. La clave de esa buena noticia la conservamos en el signo de la Cruz, un signo de tortura, de ignominia y de muerte, convertido en tabla de vida y de salvación. El remedio extraído de la misma materia que nos hizo daño y convertido así, de sustancia mortal en medicina saludable.

Al finalizar nuestra celebración, vamos a transportar el Santísimo Sacramento hasta el lugar para su adoración. Postrémonos delante de él y supliquemos humildemente que nos otorgue la gracia de ser mejores cristianos, más humildes y fuertes en el amor y el servicio a nuestros hermanos, dispuestos a dar siempre un testimonio alegre y valiente de nuestra fe.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes


NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto como HOMILIA JUEVES SANTO 2019, en formato de word.

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