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Homilía en la solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista

   Nos hemos reunido para conmemorar a San Juan Bautista, patrono jurado de la Ciudad de Corrientes. Mientras nacía esta ciudad a orillas del majestuoso río Paraná fue bautizada cristiana y puesta bajo la protección de este gran santo, de quien, como de pocos, la Iglesia celebra alegrándose por su nacimiento. A él y a la fe de los católicos que fundaron esta ciudad, le debemos nuestro reconocimiento y gratitud por existir como pueblo. Fue un bendito nacimiento porque nos otorgó las fortalezas suficientes para superar todos los obstáculos y amenazas por las que fue atravesando este pueblo a lo largo de más de cuatro siglos. ¡Cómo no agradecer gozosamente al recordar nuestro nacimiento cristiano!

Los cristianos, como todos los seres humanos, nos alegramos cuando nace una criatura. Donde no hay alegría por causa de un nacimiento, nos preocupa porque sentimos que allí se interpuso algo que no corresponde a la condición humana. Una vida nueva es motivo de fiesta en todas las culturas, razas y religiones, porque fuimos creados para la vida y no para la muerte. La cultura de la muerte no forma parte de la naturaleza humana, es algo extraño que se ha metido en el corazón del hombre provocándole mucha tristeza y desolación. Definitivamente, no fuimos creados para la muerte, sino para la vida, a pesar de que debamos atravesar por ella.
A diferencia del resto de la comunidad humana, los cristianos tenemos un don que aumenta en nosotros la alegría por una vida nueva: ese don es la fe. Por la fe poseemos la certeza de que la vida que recibimos nos viene gratuitamente de las manos de Dios Padre. Y aún más, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, de tal modo que, para conocer a Dios, para saber cómo es él y qué desea de nosotros, tenemos que mirar lo que más se asemeja a él. Sí, efectivamente, lo más parecido a Dios somos los seres humanos, creados a su imagen y semejanza. Derivación de ello es que la adecuada cercanía a Dios aumenta la vida y colma el anhelo de plenitud y felicidad; y, por el contrario, la lejanía de Dios causa aislamiento y muerte. El pecado es precisamente eso: alejarse del Dios de la Vida.

Tradiciones con mensaje para la vida
Muy unida a esta fiesta litúrgica tenemos algunas tradiciones que se conservan y celebran con mucho entusiasmo y una gran concurrencia de fieles. Me refiero concretamente a las luminarias, la quema del muñeco y al tatá yehasá. Estos rituales, a los que recurrimos año tras año, están profundamente vinculados a la fuerza que tiene la vida sobre la muerte. El muñeco, que representa la no vida, lo quemamos porque no nos sentimos identificados con él. A nadie se le ocurriría tirar a ese fuego a una persona que nos resulte molesta, ya se trate de una no nacida o de una con años de vida. Por el contrario, en ese fuego echamos las oscuras tendencias que nos conducen al maltrato y desprecio del otro, a la descalificación e indiferencia del que piensa o actúa de modo distinto, en fin, allí, en ese fuego, arrojamos todo aquello que nos impide acercarnos, dialogar y ponernos de acuerdo para progresar juntos y atender prioritariamente a los más indefensos.

En oposición a las señales de muerte que representa esa figura echada al fuego, nos descubrimos creados para la vida y por eso espontáneamente la cuidamos. La convicción de que fuimos creados para la vida, la representamos en el encendido de luminarias: así como la luz hace retroceder a las tinieblas, también nosotros estamos dispuestos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance alejar las amenazas que ponen en riesgo la vida de nuestro pueblo. También el ritual del tatá yehasá es una acción valiente y arriesgada que desafía el peligro de caminar sobre las brasas, festejándose con gran satisfacción cuando el que las cruza sale airoso. Audacia y fervor se necesitan para enfrentar la adversidad, santo es el que, unido a Jesús, no teme arriesgar su vida para salvar la de otros, con la profunda convicción que, por ese camino, salva también la suya.

Todas estas liturgias seculares, mediante acciones vistosas y llamativas, celebran la vida y causan mucha alegría cuando se superan los peligros que la amenazan. Porque es natural y propio de los seres humanos proteger la vida y brindarle las mejores condiciones para su desarrollo. En cambio, sentimos una natural resistencia a descartarla como quien se deshace de una cosa molesta. El ser humano, independientemente de su cultura, de su opción política, o de la religión que profesa, percibe en lo más íntimo de su conciencia el rechazo a disponer arbitrariamente de su propia vida y más aún de la vida de su semejante. Esa repulsión se agranda cuando se trata de un ser humano indefenso en cualquiera de sus estadios de desarrollo y hasta el fin de sus días.

La fe en Jesús anima, ilumina y suma vida
Esas liturgias seculares cobran su sentido más profundo desde la fe. La fe en Jesucristo que atravesó victorioso el umbral de la muerte y el pecado, muerto y resucitado, es Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6). Retomando lo que decíamos de nuestros ritos, bien podemos decir que Jesús es la “luminaria” para la vida de cada uno y para la vida de nuestro pueblo; el poder de Jesús quema esos “muñecos” que se nos filtran en nuestros pensamientos, sentimientos y conductas, si estrechamos nuestra vida a la de Él; con Jesús atravesamos victoriosos esas “brasas” que nos meten miedo y pretenden paralizar nuestro camino en la fe. Nuestro patrono sigue señalando hoy la presencia de Jesús: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1,35), para que lo aceptemos y lo sigamos como verdaderos discípulos suyos y con él superemos todos los obstáculos.

El profeta Isaías, en la primera lectura, nos conmueve con su testimonio vocacional: “El Señor me llamó desde el vientre materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre”, por eso en seguida descubre cuánto vale su vida: “Yo soy valioso a los ojos del Señor y mi Dios ha sido mi fortaleza” (cf. Is 49,1-6). Cómo no exclamar a cada estrofa del Salmo: “Te doy gracias porque fui formado de manera tan admirable”. La razón humana y la luz de la fe nos indican que ninguna ley positiva puede atribuirse el derecho de destruir la vida humana, menos aun la que no puede defenderse por sí misma. Es siempre más razonable pensar cómo coordinar los esfuerzos entre todos para salvar “las dos vidas”, que permanecer enfrascados en una irracional confrontación por el sí o por el no. No terminamos de superar el círculo vicioso de confrontación beligerante y fragmentaria de unos contra otros, la que, a fin de cuentas, aumenta el espiral de violencia. Vivimos enemistados entre nosotros: en religión, en política, en el deporte, en la cultura. En el fondo, vivimos enemistados con nosotros mismos: separamos la inteligencia, por una parte, y la religión por otra, disociando así la persona y, en consecuencia, también la sociedad. No logramos identificar, distinguir y complementar. En pocas palabras, aún no aprendimos a sumar.

Cuando la fe se une a la razón, como una luminaria que potencia la inteligencia, entonces disipa los miedos y nos capacita para promover una cultura del encuentro; nos llena de valentía y fervor para cruzar esas “brasas” que desafían la creatividad para buscar y encontrar las mejores estrategias para cuidarnos entre todos y progresar, que es lo que Dios quiere y para el creyente es el mandato que lo acompaña desde la creación. San Juan Bautista no es solamente un personaje del pasado. La fe, por la que creemos en la comunión de los santos, nos vincula íntimamente a su vida. Por eso sigue siendo él quien hoy nos protege de los peligros y nos anima también a nosotros a ser santos. El santo es el que suma vida y por eso también puede proponerla a los otros.

La fe de San Juan Bautista: vida de nuestro pueblo
En períodos de crisis las personas sabias recurren a la memoria. La memoria nos esclarece la mente para recordar cuáles fueron los valores, que nos fortalecieron para subsistir y progresar como pueblo y no perecer en el camino. Esos valores, que sostienen el estilo de vida cristiana y católica, los reconocemos y expresamos en las verdades del Credo, las cuales resumidamente son: que Dios es Padre y Creador de todo, que nos envió a su Hijo para salvarnos, que juntos nos dieron su mismo Espíritu, para seamos templos en los que ellos habiten, Iglesia una y santa, y así peregrinemos todos juntos hacia el encuentro gozoso y definitivo con Dios. Esta fe hizo posible que el encuentro de los diversos pueblos en el período fundacional haya dado lugar a un pueblo nuevo, al que hoy con mucho orgullo llamamos pueblo correntino.

Que nuestro Santo Patrono nos proteja del peligro de perder la memoria y dejarnos seducir por quienes también hoy, así como sucedía en el pasado, pretenden deconstruirnos mal para hacernos funcionales a intereses que no miran el bien de nuestra gente, sino a los suyos propios. San Juan Bautista, que fue acogido por una mujer que ya estaba entrada en años y probablemente su embarazo corría los riesgos comunes a esa condición, nos enseñe a valorar toda vida, nos haga sensibles ante la marginalidad y desprotección en la que viven mucha de nuestra gente, y nos dé inteligencia y responsabilidad para priorizar programas que atiendan efectivamente a sus necesidades.

En ese momento tan emotivo que experimentaron los padres y familiares por el nacimiento del niño, a quien su madre dijo que debería llamarse Juan, el papá Zacarías estalló de gozo y comenzó a alabar a Dios. Que esa alegría y gratitud sea hoy también nuestra por haber nacido en este pueblo, o porque en algún tiempo tuvimos la gracia de integrarnos a él. Que San Juan Bautista bendiga a nuestros gobernantes y a todo el pueblo que fue puesto bajo su protección.


†Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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