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MENSAJE DEL ARZOBISPO

IX°Encuentro de Espiritualidad y Reflexión para Políticos

Buenos Aires, 28 de agosto de 2019


A los Participantes de Encuentro de
Espiritualidad y Reflexión con Políticos:

 

Al no poder estar con ustedes personalmente por razones de salud, como hubiese deseado, lo hago por medio de esta modesta reflexión, recordando algunos pensamientos que compartí con ocasión de la presentación del libro “Apasionados por el amor, la justicia y la paz. Los Mártires Riojanos”, de la Dra. Gabriela Peña, en la 9ª Feria Provincial del Libro, en la ciudad de Corrientes el pasado 17 de julio; y de otros que extraje de un panel que integré sobre “Los católicos en la sociedad civil y la política” en la Universidad Católica Argentina el 3 de noviembre de 2006.

 

Inicio mi reflexión con una afirmación de San Juan Pablo II que apunta al centro de la fe católica: “La Iglesia vive de la Eucaristía”, tema que el Papa desarrolla en una hermosa encíclica del año 2003 que lleva ese nombre. Si la Iglesia vive de la Eucaristía, lo mismo debemos decir de cada cristiano y de cada cristiana. Ellos viven de la Eucaristía, se reconocen en ella, en ella aprenden y de ella reciben la fuerza para vivir su compromiso de evangelizar la cultura, reinventar la política y construir la unidad social, comprender el valor de la persona humana y descubrir que el diálogo y la inclusión no tienen fronteras. En consecuencia, el católico que tiene responsabilidades políticas necesita vivir de la Eucaristía.

Del misterio pascual que celebramos en la Eucaristía quisiera, en esta ocasión, destacar el componente martirial que la caracteriza. El bautizado, al ser elegido y llamado a vivir una misión, asume como propio y distintivo ese componente martirial, por el que está dispuesto a dar la vida. Aquí está el punto capital de inflexión que cualifica todas las relaciones del ser humano y determina la calidad de las mismas. Si atenuáramos o prescindiéramos de este componente martirial cristiano, la persona humana se convertiría en un valor relativo a los demás seres vivos, las relaciones con sus semejantes se debilitarían y convertirían en vínculos pactados exclusivamente por consenso y sólo por el tiempo que duraran los intereses de ese pacto.

La gente sencilla de nuestras comunidades católicas y aún más allá de las mismas, posee una profunda comprensión de la dimensión martirial de la vida. Lo manifiesta mediante gestos de entrega y de amor que no conoce límites en los quehaceres ordinarios de la vida. En el ámbito religioso lo expresa con una gran riqueza de signos, a través de los cuales confiesa que la vida tiene sentido si se consume en el servicio a los demás. Incluso fuera del ámbito de nuestras comunidades de fe, encontramos personas cuya vida es un continuo gesto de heroísmo, lo cual prueba que el martirio cristiano responde a la estructura relacional del ser humano, es una nota antropológica esencial para comprender el fenómeno humano.

El compromiso del fiel laico cristiano en el ámbito de la política, de la construcción del bien común o de la unidad social de nuestro pueblo, tiene que contar con el ingrediente insustituible del martirio, así, sin ambages ni rodeos. Igualmente, el presbítero, la religiosa, el catequista, el obispo, etc. La fatigosa construcción de la vida común en una pareja, familia, comunidad, pueblo o nación, es imposible si no se está dispuesto a “dar la vida”. Esto vale para una comunidad cristiana o para cualquier comunidad secular, porque se trata de una dimensión propia y esencial de la condición humana, porque de lo contrario dejaría de ser humana. Con más razón, la comunión a la que tiende el servicio cristiano debe contar con el martirio. No se trata de una alternativa o de cierto privilegio para algunos pocos, se trata del camino ordinario de santidad de todo fiel católico. Para estar dispuesto al martirio y poder vivirlo con plenitud de sentido, es preciso hacerlo desde el misterio eucarístico, es decir por Jesucristo, con Él y en Él. Suya es la iniciativa, Él es quien elige y llama, Él es quien envía a la misión que no consiste en otra cosa que “entregar vida para otros la tengan”.

El martirio de los mártires riojanos nos recuerda la vocación a la que estamos llamados todos los bautizados. Si mártir significa testigo, todo bautizado es enviado a vivir el martirio en las circunstancias propias que le toca actuar: en el amor de la pareja, en la entrega del sacerdocio, en el servicio de la función pública, en el trabajo, en todas partes y siempre. Cuando no lo vivimos así, entonces, en lugar de cumplir con la maravillosa vocación de ser mártires, es decir, testigos del amor de Jesús muerto y resucitado, lo que hacemos inevitablemente es “martirizar” a los demás. No hay alternativa, o el bautizado asume su vocación al martirio, o termina “haciéndose el mártir”. Hacerse el mártir es lo opuesto a ser llamado al martirio. Lo primero es la expresión más baja de la perversión del amor; en cambio lo segundo es el camino que conduce a la perfección del amor. Los mártires que la Iglesia proclama como tales, logran de un salto, esa perfección, por eso los presentamos como estelas luminosas de vida cristiana, nos alegramos con ellos, y les pedimos que su ejemplo nos estimule y su intercesión nos sostenga para que también nosotros podamos transitar, allí donde Dios nos puso y con su gracia, la privilegiada senda del martirio.

La palabra martirio asusta, pero al mismo tiempo, fascina. Esta contraposición no es una experiencia privativa del bautizado, sino de todo ser humano por el solo hecho de ser humano, independientemente de su origen, cultura o religión. ¿Acaso no nos impacta el acto heroico de una persona que pierde su vida por salvar a otra? Esa respuesta de admiración por una vida que se juega entera por otra es de carácter universal y está hondamente inscrita en la naturaleza humana: fuimos creados para dar vida, no para retenerla ni arrebatar la de otros. Cualquier alternativa es caer en la mediocridad y el egoísmo que no corresponden a nuestra naturaleza humana, sino al misterio del mal que la atormenta, engaña y destruye. Por eso, los mártires riojanos no son solamente un patrimonio espiritual de la comunidad católica, sino un verdadero tesoro para toda la humanidad.

¡Qué bendición es hoy para nuestro pueblo argentino poder contar con estos mártires! Para todos, pueblo y gobernantes, estos mártires ordenan y orientan nuestra vida individual y social, cultural, política y religiosa. Nos señalan los grandes ideales, nos recuerdan en qué consiste la verdadera grandeza humana, nos entregan pautas seguras para cuidarnos bien, para socorrer a los más pobres, y para progresar juntos, recuperando así la única meta por la que vale la pena entregar la vida toda entera: Dios, que es quien nos creó, y nos enseñó en su Hijo que el camino de la verdadera felicidad es ser testigos suyos, bautizados y enviados a la misión de cuidar toda vida y que, para poder llevar a cabo esa sublime misión, no hay otro camino que entregar la propia.

†Andrés Stanovnik OFMcap
Arzobispo de Corrientes


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