PRENSA > HOMILÍAS

Mensaje de Navidad 2019

“Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2,6-7).

Siempre resultó difícil darle el lugar que le corresponde a Dios en nuestra vida. Ocupados en muchas cosas, no tenemos tiempo para él, igual que cuando José y María buscaban un lugar para el parto: para ellos no había habitación. Luego, cuando juzgaron y condenaron a Jesús, no había lugar para él en la ciudad y lo empujaron afuera para crucificarlo. Sin embargo, Dios no se irrita por el maltrato que le damos, insiste en amarnos hasta el extremo de lo imaginable. Esa es la grandeza de su misericordia.

 La Navidad es una ocasión muy favorable para prepararle un lugar digno a Jesús. Seguramente tendremos que estar atentos para no llenar nuestro vacío interior con luces, regalos y, el que puede, una buena mesa; y el que la pasa mal, una mesa con lo que puede. Pero, en cualquiera de esas penosas situaciones, se reedita aquella falta de lugar para albergar a Jesús. Cuando hemos llegado al extremo de necesitar cosas para sentirnos vivos, ya no hay lugar para el otro, para el encuentro, para la amistad y, en último término, tampoco hay espacio para Dios, porque nuestro “albergue” está ocupado por cosas que, lamentablemente, consideramos más importantes que las personas.

Sin embargo, Dios no se da por vencido. Esa es la lógica del amor de Dios: a pesar de encontrarse con “albergues ocupados” y “puertas cerradas”, ese sublime amor que desborda el corazón de Dios, se hace un lugar para continuar fiel a su alianza de no abandonar a las criaturas creadas a imagen y semejanza suya, a pesar de haberse transformado en caricaturas deformes de ese parecido a Dios que él soñó al crearlas.

En medio de la indiferencia de tantos hombres y mujeres, se destaca María, que brilla como una perla en medio en la noche de la humanidad. Ella se ofreció como “habitación” toda disponible para Dios. No se escucha de ella ni de José algún reproche o disgusto por la ingratitud de la gente. Tampoco Dios se retira ante la frialdad de la acogida que recibe. Al contrario, se apresura en cumplir su promesa de salvar a la humanidad por medio del primogénito, que su Madre envolvía en pañales. Contemplando al recién nacido, María y José siguieron creyendo en Dios y también en aquellos que les cerraban las puertas.

Preparemos la Navidad creando el mayor espacio posible en el “albergue” de nuestro corazón y de nuestra familia para Dios y para los otros. Si la situación económica lo permite, compartamos con los que menos tienen; invitemos a nuestra mesa a los que nadie quiere, porque es el mejor modo para encontrarnos con la presencia viva de Jesús. Frente al pesebre, que siempre debe acompañar al árbol de navidad, recemos por nuestra patria y por los que la gobiernan; pidamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, que nos abra los ojos y nos proteja de los mercaderes, que buscan embotarnos la mente y despojar de fuerzas nuestra voluntad, para hacerla funcional a las fantásticas sensaciones de felicidad que ellos nos prometen, a cambio de venderles nuestra libertad y dignidad.

Les deseo felicidad para las fiestas que se aproximan. Pero no esa felicidad que es solo para mí, sino esa otra felicidad, la que nos sorprende, y que espontáneamente nos abre a los que tenemos al lado para compartirla con ellos, y busca desinteresadamente abrirse a todos sin dejar afuera a nadie. Esa felicidad que brota del amor de Dios sembrado en la historia de los hombres una noche en Belén, y que continúa creciendo con la fuerza incontenible de Jesús resucitado, invitándonos a abrir las puertas de nuestro albergue, como lo hizo María, tierna Madre de Dios y de los hombres.

¡Santa y muy feliz Navidad!

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

 


ARCHIVOS - Archivo 1