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CORRIENTES, IGLESIA CATEDRAL, 14 DE DICIEMBRE DE 2019

Homilía en la Misa del III Domingo de Adviento

Admisión de seminaristas; institución de Lectores y Acólitos; Ordenación diaconal; finalización del año de la Pastoral de Juventud y de la misión de los seminaristas; aniversario del inicio de ministerio del obispo y de cumplirse sus 70 años de vida.

Nos hemos reunido para proclamar la Palabra de Dios y para participar de la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor. Este es el motivo principal por el cual nos hemos reunido alrededor de la Mesa del Señor. Por eso, lo primero que nos corresponde hacer es comprender la Palabra que hemos proclamado, para luego ponerla en práctica. Recordemos que estamos en el tiempo de Adviento, en el que nos preparamos para celebrar la primera venida de Jesús, humilde y pobre, en Belén; nos preparamos para recibir a Jesús que viene hoy, para que su presencia nos fortalezca y anime a vivir en el amor, la justicia y la paz; y, finalmente, nos preparamos para la segunda venida de Jesús, llena de luz y de gloria, cuando él nos llevará a la plenitud de la vida y de la felicidad sin fin. Jesús vino, viene y vendrá. Por eso, como peregrinos en esta vida estamos llamados a descubrir a Jesús que camina a nuestro lado y nos habla hoy en las lecturas que acabamos de escuchar.

La primera lectura del profeta Isaías (cf. 35,1-6.10) nos invita a la alegría y la esperanza. Pongamos atención en los verbos que utiliza el profeta para levantar el ánimo de su pueblo: “regocíjense, alégrense, prorrumpan en cantos de júbilo; fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: ¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios!”. Es como si les dijera, no se dejen abatir por las adversidades y los fracasos, levanten la mirada, “ahí está tu Dios”.

También la segunda lectura (St 5,7-10) tiene la fuerza de infundirnos aliento y a no desanimarnos: “Tengan paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Miren cómo el sembrador espera el fruto precioso de la tierra, aguardando pacientemente hasta que caigan las lluvias del otoño y de la primavera”, y enseguida les anuncia el motivo por el cual vale la pena tener paciencia: “Tengan paciencia y anímense, porque la Venida del Señor está próxima”. Se trata de una paciencia activa que exige conducta: “no se quejen los unos de los otros”, como si dijera, háganse cargo y más bien pongan sobre sus hombros las debilidades de los demás. Así lo hizo Jesús con las nuestras.

En el Evangelio, san Mateo narra el episodio cuando Juan el Bautista, primo de Jesús, envía a dos discípulos a preguntar a Jesús si era él el que había de venir o debían esperar a otro (cf. Mt 11,3). Jesús les responde con hechos: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!” (Mt 11,4-6). Y, a continuación, delante de la gente, Jesús alaba a Juan y lo reconoce como su mensajero. Hoy, también nosotros queremos renovar nuestra fe en Jesús, que viene para sacar lo mejor que Dios puso en nosotros, quitar todo lo que oscurece y obstaculiza, y ayudarnos a superar pensamientos y actitudes que no ayudan a construir lazos de cercanía y amistad en los lugares donde nos desempeñamos habitualmente.

Entonces, el Adviento es tiempo para empeñarnos en preparar la venida del Señor. Pero, al mismo tiempo, es motivo de alegría y esperanza porque tenemos la certeza de que él viene, y de que su presencia es fuente de gozo, de paz y de fortaleza para hacer el bien a todos. Las preguntas que nos ayudarán a prepararnos a celebrar el nacimiento de Jesús en Belén, en nuestros corazones, en nuestras familias y en nuestra comunidad, pueden ser, entre otras, las siguientes: ¿Qué estoy haciendo en concreto para prepararme a la venida de Jesús? ¿Rezo más que en otras ocasiones? ¿Tomo la Palabra de Dios entre mis manos, la leo, reflexiono y oro con ella? ¿Me ocupo más de ser paciente y servicial con los que convivo diariamente y con mis compañeros y compañeras de trabajo?

En esta celebración del Tercer Domingo de Adviento, tenemos también otros motivos que nos llenan el corazón de alegría y esperanza. Ante todo, en unos instantes más, vamos a conferir el diaconado al acólito Leonardo Guedes, seminarista que transita en el Camino Neocatecumenal y que pasados algunos meses recibirá el don del sacerdocio. Luego serán instituidos acólitos los lectores Cristian Rafael González, Oscar Alfredo Luna y Horacio Abel Villasanti. Los seminaristas Cristian Luis Correa y Jesús Israel Luna serán admitidos a la preparación para el Orden Sagrado.

 A todo esto, sumamos la acción de gracias de la Pastoral de Juventud por concluir un año más de su tarea evangelizadora y misionera entre los jóvenes; y también la finalización de la misión que realizaron los seminaristas durante las dos semanas anteriores. Los jóvenes empezaron hoy desde temprano un encuentro en la Parroquia San Juan Bautista sobre Vida, Santidad y Comunidad, encuentro al que le pusieron el nombre de “Picnic con Monseñor”. Lo de picnic no le quitó nada de profundidad y seriedad a las reflexiones, de lo cual doy fe porque pude estar un rato con ellos. Felicitaciones, queridos chicos. Vieron, ¡esta es nuestra juventud! Una juventud sensible a los valores de la vida, la santidad y la comunidad, contrastando el lamentable decreto anti vida que se pretende imponer a todo el país.

Finalmente, a los motivos anteriores, añadimos también los 12 años de mi servicio episcopal entre ustedes y mis 70 años de vida, que juntos se cumplen mañana. Pero no me voy a detener en mis fechas, para las que solo les pido que se acuerden de rezar por el obispo, como lo han hecho durante los cinco meses de mi convalecencia, porque es el mejor regalo que me pueden hacer, y el que de corazón espero de cada uno de ustedes. Hoy me acompañan aquí mi hermana María con su esposo Oscar, mi cuñada Alicia y una vieja amiga de la familia. Con ellos deseo recordar a mi hermano Francisco, que desde el pasado 3 de octubre nos acompaña desde el cielo.

Antes de concluir, quisiera compartir algún pensamiento sobre los ministerios que van a recibir nuestros seminaristas. Ellos se fueron preparando varios años para este momento. Hoy un sacerdote debe pasar al menos ocho años de formación antes de su ordenación sacerdotal. Formación que incluye un ciclo académico y otro formativo, período durante el cual es ayudado a darle forma sacerdotal a su corazón y también a su cabeza, para que el candidato se vaya identificando con los sentimientos, pensamientos y actitudes de Jesús, Buen Pastor, que da la vida por su pueblo. El mal pastor es el que le quita vida a su pueblo para asegurarse su propia comodidad. No es fácil transitar ese camino si no se está dispuesto a una profunda transformación, que opera el Espíritu del Señor en el corazón del que es llamado por él. Ellos, al finalizar una etapa o al concluir el período formativo, no terminan una carrera, sino que la continúan. Ahora son considerados idóneos para entregar su vida a Dios y al servicio de su pueblo, para ejercitarse en ocupar el último lugar y así poder servir a todos; para encontrar el lugar en medio del pueblo peregrino y aprender a escucharlo y a caminar con él; para estar cerca del que sufre, acompañar y sentirse acompañado; y, finalmente, también para aprender a colocarse adelante, orientar y presidir, pero no como quien utiliza ese poder para dominar, sino para que, desde la humildad y el servicio, proponer la senda evangélica al pueblo de Dios que le ha sido confiado, explicarle la Palabra y fortalecerla con los sacramentos. El que asume en la Iglesia cualquier servicio, desde el catequista, el responsable de un grupo, el diácono permanente, el sacerdote o el obispo, tiene que confrontarse diariamente con el estilo de Jesús para discernir si lo está haciendo bien y de acuerdo con él; y si su servicio crea efectivamente lazos de amistad y de unidad, de corresponsabilidad y de misión en la comunidad en la que se desempeña. Por eso, es muy importante que la comunidad cristiana rece por sus ministros y por todos aquellos que tienen alguna responsabilidad en la comunidad.

Nos confiamos en las tiernas y seguras manos de nuestra Madre de Itatí, le damos gracias porque nos conduce al encuentro de su Hijo Jesús; le suplicamos que proteja de todos los peligros a los jóvenes, que han dado un paso importante hacia el ministerio sacerdotal; y le encomendamos a nuestra comunidad eclesial y a todo nuestro pueblo.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

 Arzobispo de Corrientes


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