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MONS. JOSÉ ADOLFO LARREGAIN

Homilia de la fiesta de Nuestra Señora de la Merced

24 de septiembre 2020

Cada 24 de septiembre celebramos a la Virgen de la Merced, advocación que se remonta al siglo XIII cuando la Virgen se le aparece a san Pedro Nolasco y lo anima a seguir liberando a los cristianos esclavos. En esa época se saqueaban las costas europeas y se destruían poblaciones enteras siendo llevados como esclavos a África. En esa horrenda condición, muchos perdían la fe al pensar que Dios los había abandonado.

Recordamos que en Corrientes, el 13 de septiembre de 1660, el Cabildo nombró y juró solemnemente a Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de la ciudad. El 24 de septiembre de 1960, la Legislatura Provincial la reconoce como “Patrona de la ciudad y sus contornos, quedando la obligación de este gobierno de celebrarla cada año solemnemente”. En este contexto de pandemia nuevamente ponemos a nuestra Patria y a la ciudad de Corrientes bajo su protección, pidiéndole nos conceda la merced de liberarnos de todos los males.

El concepto “merced” en la actualidad lo comprendemos mejor como gracia, don, regalo, misericordia; aquello que gratuitamente se ofrece por amor. Lo que se hace a favor de los demás hombres y mujeres, a fin de que ellos puedan ser libres y tener una vida plena. Le pedimos a Dios por intercesión de nuestra Madre lleguen a gozar de la verdadera libertad de los hijos de Dios, todos aquellos que padecen cualquier forma de esclavitud o prisión. La Virgen de la Merced nos enseña a ofrendar hasta la propia vida si es necesario por amor al prójimo como lo hizo Cristo que entregó la suya.

La primera lectura del Antiguo Testamento, del libro de Judith, se puede aplicar a María las alabanzas que se dedicaron a la heroína que salvó a su pueblo de la opresión de sus enemigos. La Iglesia también reconoce que por medio de María ha llegado la redención a toda la humanidad, es signo de la misericordia de Dios que obra en cada persona y camina junto a su pueblo. Ella es signo de fe, como don gratuito de Dios.

Hemos proclamado el Evangelio según san Juan, que refiere las palabras de Jesús en la cruz instituyendo a su Madre como Madre de los discípulos. El autor del Cuarto Evangelio suele resumir toda una categoría de personas en un solo personaje que de esta forma adquiere rasgos en cierta forma simbólicos. En este caso, al pie de la cruz está una mujer que es llamada Madre y un hombre que es designado como el discípulo amado de Jesús.

Entendemos fácilmente que la madre es María, pero el autor sagrado calla su nombre y se detiene en su aspecto de Madre, ya que en ese momento deja de ser sólo la Madre de Jesús para convertirse en Madre del que así es llamado discípulo y que tiene la característica de amado por Jesús. Ignoramos quien es ese discípulo. Una extendida tradición ha dicho que era san Juan, pero como en el caso de María, el evangelista se ha desentendido de su identidad para fijar la mirada en la condición de discípulo. Es un discípulo al que Jesús ama, de modo que todos los que nos llamamos discípulos y nos sentimos amados por Jesús nos encontramos representados en él.

La Virgen, al pie de la cruz sufre junto con su Hijo y esos son los dolores de parto con los que llega a ser Madre de los discípulos de Jesús. Según el modo que tiene de redactar el autor del Cuarto Evangelio, María al ser constituida Madre de todos los discípulos amados de Jesús adquiere los rasgos de la Iglesia, así como el discípulo es figura de todos los cristianos de todos los tiempos. La maternidad que María alcanzó al pie de la cruz se continúa en la Iglesia.

María junto a la cruz se asoció a los padecimientos de su Hijo por la redención de toda la humanidad. De esta forma es figura y modelo de la Iglesia, que debe asociarse a la pasión para procurar la liberación de todos aquellos que padecen alguna forma de esclavitud. María asume una actitud solidaria, capaz de compadecerse ante nuestros problemas, humillaciones, fracasos, sufrimientos, dificultades, de todos aquellos que queremos expresar cuando decimos cargar la cruz de cada día.

Hoy también podemos experimentar diversos sentimientos y emociones por las diversas situaciones que estamos viviendo en este tiempo: falta de trabajo, enfermedades, dificultades familiares, pérdidas de seres queridos, etc. No perdamos la confianza y esperanza que aún en estas situaciones complejas, duras y difíciles el Señor está junto a nosotros. Muchas personas y familias viven incertidumbres a causa de los problemas sociales y económicos. Pone en evidencia las enfermedades sociales que tenemos que enfrentar, resolver y liberar: la pandemia del hambre, las pandemias morales, de las injusticias, de las adicciones, indiferencias, desigualdades, egoísmos, formas de esclavitudes, explotación, pobreza, violencias, indiferencia y tantas otras que cada uno de nosotros podría agregar.

Estemos atentos a que cada uno de nosotros aportemos lo más propio y esencialmente humano y cristiano: la cercanía, el encuentro, la amistad, la alegría, la calidez, la fe. No nos alejemos y tomemos distancias espirituales-afectivas de personas, situaciones. Hagamos un esfuerzo por el compromiso, la paz, el optimismo; no nos dejemos llevar por la indiferencia, la amargura, el sinsentido, la desesperanza, la oscuridad. No dejemos de involucrarnos siguiendo la clásica expresión “yo no me meto”. Contribuyamos responsablemente, no provoquemos como actitud vital el Poncio Pilatismo, desentendiéndonos y lavándonos las manos. Recordemos la proximidad, no favorezcamos las distancias sociales generando y agudizando brechas y heridas. Volvamos a tener en cuenta la vecindad, no nos confinemos en encierros psicológicos, espirituales, ideológicos que impidan la sociabilidad provocando aislamientos destructivos. Es tiempo propicio para eliminar desigualdades, reparar injusticias, buscar el bien común, la verdad, el cuidado de la casa común. Ser personas de una sola pieza –sin dobleces-, comprometidas, hacedoras del bien, humildes, solidarias, generosas.

Dios quiera cuando todo esto que mundialmente estamos viviendo haya pasado podamos decir somos mejores personas, tenemos un mundo mejor: ¡Somos más humanos! Citando un perdido autor: “cambiar el mundo no es locura ni utopía, es justicia”. El mundo cambia cuando comienzo a transformarme yo, cuando nos comprometemos a modificar, convertir, rever estructuras, estilos, modos, prácticas, políticas... Pedimos a la Madre de la Misericordia, Virgen Redentora, Madre de Jesús y nuestra que escuche nuestras súplicas, intenciones y necesidades. Que encienda nuestro corazón para comprometernos en construir un mundo mejor, constituyéndonos artífices y constructores de liberación.


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