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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en la Misa Crismal en la Iglesia Catedral

Corrientes, 31 de marzo de 2021

Nos hemos reunido esta tarde para celebrar la Misa Crismal, como lo hacemos habitualmente durante la Semana Santa. Pero, por segundo año consecutivo, con las restricciones que nos impone la pandemia, nos impide vivir el encuentro presencial que tanto bien nos hacía a sacerdotes y pueblo fiel, para renovar la unción que hemos recibido en el bautismo, por la cual nos constituimos en verdadero pueblo sacerdotal. Somos una comunidad de ungidos para ungir, aun cuando no todos lo hagamos administrando los sacramentos de la unción, sino solo los sacerdotes. Pero todos estamos llamados a vivir como personas que fueron ungidas y como tales también llamadas a ungir a los demás.

Sin embargo, hoy nos vamos a referir más específicamente a la unción que nos corresponde a los que fuimos ordenados en el sacerdocio ministerial y capacitados para administrar los sacramentos de la unción: el bautismo, la confirmación, el orden sagrado y la unción de los enfermos. Por eso, esta misa se podría llamar también la Misa de la Unción, porque en ella consagramos y bendecimos los óleos para ungir personas y cosas. En efecto, con ese aceite consagrado serán ungidos en la cabeza los bautizados, en la frente los que se confirman, serán ungidas las manos de los que se ordenan para el ministerio sacerdotal, se unge la cabeza de los candidatos al episcopado, y también será utilizado para consagrar los altares y los templos. A su vez, el óleo de los catecúmenos se administra junto con el crisma a los bautizados, y el óleo de los enfermos para los afectados en su salud o por los años.

Entonces la clave para comprender lo que haremos en esta Misa es el verbo ungir. No es una palabra que utilizamos en el léxico ordinario, pero la podemos relacionar con palabras como capacitar, fortalecer, unir. En la carta con motivo del Año de San José, el papa Francisco nos habla del esposo de María como “un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia” (4). Entonces, la unción nos capacita para la acogida, para unir, para crear lazos de comunión y amistad, porque nos une íntimamente con la vida de Cristo y esa unión con él, el Ungido del Padre, nos capacita para ser misioneros de la unción, es decir, para recibir a todos sin excluir a nadie y caminar juntos hacia la casa del Padre por la gracia del Espíritu Santo.

La unción, que hemos recibido todos en el bautismo, también nos capacita y fortalece para enfrentar las pruebas de la vida. ¿Cuál es la mayor prueba que enfrentamos los seres humanos? No cabe duda de que es la muerte y todo aquello que daña la vida y la disminuye. Entre las peores cosas que nos puede pasar es ser soberbios: la soberbia nos separa de Dios y nos enfrenta a unos contra otros, generando odio, venganza e indiferencia. Esto es infinitamente peor que cualquier peste física que pueda amenazar nuestra vida. De esa peste, que llamamos pecado, nos libra Cristo, quien por la fuerza de la humildad y del amor no se dejó llevar por la soberbia, sino que soportó sus consecuencias hasta la muerte, para darnos la vida nueva que surge victoriosa de su resurrección. A esa vida nueva accedemos por medio del bautismo, que nos capacita para amar como Cristo nos amó.

Las lecturas bíblicas que hemos proclamado son muy bellas y profundas para comprender mejor qué significa estar ungido y cuál es su misión. El texto del profeta Isaías, que Jesús proclama cuando se levanta en la sinagoga para leer la lectura, nos revela la misión del ungido: en primer lugar, el Espíritu lo consagra para la unción, es decir, lo une íntimamente a Jesús para que pueda realizar luego la obra de “llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Es decir, a liberar a los hombres de todas las esclavitudes para capacitarlos en el amor a Dios y al prójimo. Esta es la mejor noticia que podíamos escuchar y, al que la recibe y acoge, el corazón le estalla de alegría: “cantaré eternamente tu amor, Señor”, como lo hemos repetido en las estrofas del salmo responsorial.

Nosotros, ministros ungidos y administradores de la unción, tenemos un poder enorme que no se compara con ninguno de los poderes humanos por más impresionantes que aparezcan a los ojos de los hombres. Por el bautismo y los demás sacramentos, administramos vida, vida que no está sujeta ni a la corrupción ni a la muerte, sino que está destinada a resplandecer plena y para siempre. Así lo proclama el autor del Apocalipsis: Jesucristo, que resucitó de entre los muertos, “nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos!” (cf. 1,4b-8). Por eso, la vida de todo ser humano, don del amor de Dios, es sagrada e inviolable. A nosotros, sacerdotes, ungidos para ungir, nuestro ministerio nos coloca muy cerca de Jesús, el ungido del Padre, para animar la vida, sostenerla y acompañarla, sobre todo allí donde se presenta más débil; la de aquellos que exige mucha paciencia; la de los pobres que están pasando privaciones o sufren por las consecuencias de la pandemia.

El santo crisma y los óleos de los catecúmenos y enfermos son como abrazos de Dios, que nos revitalizan y otorgan un nuevo vigor para que vivamos en el amor y seamos capaces de permanecer en hacer el bien siempre. Abrazos de Dios que nos capacitan para abrazar a otros sin distinción ni exclusiones; abrazos para “consolar a todos los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza, como dijo el profeta Isaías” (61,3); abrazos que nos defienden de la tentación de caer en el odio y en todos sus mortales derivados; nos sostienen en el entusiasmo misionero para compartir con todos esta vida nueva que nos llena de alegría y de paz; y nos ayudan a perseverar en la esperanza del abrazo definitivo de Dios al final de nuestra vida.

Nosotros, ministros del altar, sacerdotes ungidos por el Señor para ungir a nuestros hermanos y hermanas, necesitamos cultivar diariamente nuestra amistad con el Señor por medio de la oración, de la escucha de su Palabra y de la celebración de la Eucaristía. También nuestra mirada se tiene que acostumbrar a quedar fija en Jesús, como los ojos de aquellos asistentes que recibieron su gozoso anuncio en la sinagoga de Nazareth: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”, para poder ser testigos de que ese anuncio continúa cumpliéndose en su Iglesia y que seguirá cumpliéndose hasta el fin de los tiempos. En este espíritu queremos renovar a continuación nuestras promesas sacerdotales.

Mientras peregrinamos con nuestro pueblo, que cada fiel que es ungido se sienta abrazado “con corazón de padre”, así como José amó a Jesús; se integre activamente en la vida de la comunidad y aprenda de María a hacer lo que Jesús les diga; y colabore con entusiasmo en la salida misionera. San José, esposo de María, ruega por nosotros. Amén.

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

NOTA: a la derecha de la página, en Archivos, el texto como 21-03-31 Homilía Misa Crismal, en formato de word.


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