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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en la festividad de la Sagrada Familia de Jesús, María y José

Corrientes, 26 de diciembre de 2021

Como lo venimos haciendo año tras año, hoy celebramos la festividad de la Sagrada Familia y, al mismo tiempo, realizamos el envío de los grupos misioneros que saldrán a misionar durante el mes de enero. Por eso, aquí están los animadores tanto de la pastoral familiar como los responsables y los integrantes de los diversos grupos misioneros. Por otra parte, todos estamos llamados a la comunión, participación y misión, como nos recuerda la Iglesia al invitarnos a pensar sobre cómo debemos caminar juntos hoy. A todos les doy la más cálida bienvenida a esta celebración.

Hoy, la Iglesia nos pide que pensemos de nuevo nuestro modo de caminar juntos. Para eso, el papa Francisco convocó el Sínodo “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”, diciendo que ese es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Juntos todos, fieles laicos, personas consagradas, diáconos permanentes, sacerdotes, obispos, todos discípulos a la escucha del Espíritu y de lo que él quiere decir hoy a nuestra Iglesia. La unidad se realiza participando y se amplía misionando. Y en la medida en que lo llevamos a cabo nos parecemos más a Dios, que nos creó semejantes a Él, por eso tendemos hacia a la unidad y cuando alcanzamos a dar algunos pasos en esa dirección experimentamos la paz y nos sentimos fuertes para anunciarla a los demás.

A caminar juntos se aprende en la familia, empezando por los esposos, allí es donde empieza la “cultura del encuentro”. Allí descubrimos la belleza de ese camino y, al mismo tiempo, la complejidad y los quebrantos que comporta transitarlo. Luego, la convivencia social no es más que el reflejo comunitario de los logros y fracasos que vive la pareja humana y la familia. Por eso es tan importante estar dispuestos a empezar siempre y descubrir cada vez más hondamente que el nuevo inicio debe estar fundado en una renovada confianza en Dios, que jamás abandona a quien se confía en Él. La Sagrada Familia se nos revela profundamente humana y cercana para darnos aliento y seguridad en medio de las turbulencias por las que atraviesa la familia.

Para trabajar por la unidad y la comunión hay que contar con la crisis. La familia de Nazaret tuvo que pasar situaciones muy difíciles como el destierro, la pérdida de su hijo en una peregrinación a Jerusalén; la respuesta de Jesús adolescente que desconcertó a sus padres; hasta el dolorosísimo momento en que su madre lo recibe muerto en sus brazos. Dios no les ahorró ningún sufrimiento, ninguna crisis. Al contrario, las diversas cruces que les tocó vivir, fueron una ocasión para crecer en el amor y arraigarse cada vez más en Dios, que jamás los abandonó. Esa experiencia de la familia de Jesús, María y José, es un faro potentísimo que ilumina el camino de la familia, de la Iglesia y también de la sociedad.  

Cuando un matrimonio tiene la gracia de superar una crisis de vínculos entre ellos, se convierte en la mejor escuela para que también sus hijos vayan creciendo en la experiencia de ir superando las sucesivas crisis por las que irremediablemente tendrán que pasar. Las pruebas de la vida son esas oportunidades providenciales para madurar la unión en la pareja y la familia y, en consecuencia, fortalecer la misión. Cuanto más sólida es la unidad, mayor es la capacidad de apertura que se logra para continuar generando vida. Y, por el contrario, a una convivencia inestable le sigue el desconcierto y la desolación. Aquí es necesario recordar que la base firme sobre la que es confiable construir el vínculo varón-mujer es el amor de Dios. Él desea estar presente y sostener aquello que Él mismo ha creado. Por eso, es necesario creer en Él, darle tiempo y espacio a través de la oración y la participación comunitaria de la fe. La sabiduría del amor para superar las adversidades se aprende al pie de la cruz, en ella está la fuente de vida que sostiene al que decide madurar su vida en el amor.

Cuando una crisis no se supera, sea en la pareja humana, en el transcurso del crecimiento de una persona, o en una comunidad, en ese organismo se origina un proceso de deterioro sumamente riesgoso para su normal desarrollo. Las consecuencias de una prueba no superada es el estancamiento y el repliegue sobre sí mismo. Fuimos creados para la vida y la dinámica de la vida es crecer y producir fruto al precio de dar la propia vida. La perversión se manifiesta cuando la pretensión va en sentido contrario: asegurar la propia vida a costa de la vida de los otros. Un grupo humano, desde una pareja hasta una comunidad, entra en decadencia cuando renuncia al bien común y cada uno busca su propio bienestar.

Para no extraviarnos en el camino, debemos fijar la vista en Dios, Padre y Creador. Él se reveló como alguien que ama y crea por amor. Así lo escuchamos en la lectura de la primera carta de san Juan: “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1Jn 3,1-2). Y el que se siente amado como es y no como debería ser, ama, es abierto, acogedor, acepta a los otros como son y desea y trabaja para que todos experimenten la alegría de amar. Así, el que se descubre hijo de Dios, discípulo de Jesús, anhela estrechar cada vez más esa amistad y, a la vez, comunicarla a otros. La misión nace de la comunión y la comunión se alimenta de la misión. La nota que distingue a una comunidad cristiana es su testimonio de la unidad y su entusiasmo por la misión. El camino para crecer en la unidad es el que nos mostró Jesús: es el camino de la cruz, de la entrega de sí mismo por amor.

Caminar juntos, como nos propone hoy la Iglesia, es estar dispuesto a darse y a peregrinar uno al lado del otro, en el matrimonio, en la familia, en el grupo misionero, con aquellas personas con las que me encuentro diariamente y las acepto como son y no como quisiera que fueran. Solo así es posible superar el aislamiento individualista que frustra cualquier proyecto de vida común, y realizar juntos un camino de transformación real tanto de la propia persona como de la comunidad. Jesús, de acuerdo con el Evangelio (cf. Lc 2,41-52) que hemos escuchado, aun teniendo plena conciencia de su misión y así se lo dio a entender a sus padres, no se apartó de ellos, al contrario, el texto señala que vivía sujeto a sus padres. Tampoco María se cerró en su reproche, sino que “conservaba estas cosas en su corazón”, y así hizo posible que su Hijo creciera en sabiduría, en estatura y en gracias delante de Dios y de los hombres.

Contemplando a Dios Niño, confiado en los brazos de su Madre y protegido por la presencia fiel de José, no deja de asombrarnos la humildad y la confianza de Dios. Ese Jesús Niño, Dios que arriesga su vida por amor a sus criaturas, mostró toda la fortaleza de su humildad y toda su confianza en el momento extremo de la prueba cuando tuvo que enfrentar su crucifixión y muerte. Creados a su imagen y semejanza, no nos queda otra alternativa que suplicarle que nos dé la gracia de ser humildes y confiar, como lo hicieron la Virgen Madre y San José. Pidamos esa gracia para nuestras familias y para nuestra patria, ante la Santísima Cruz de los Milagros, origen de nuestro pueblo correntino y signo del inmenso amor que Dios nos tiene. Amén.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

NOTA: A la derecha de la página, en Archivos, el texto como 21-12-26 Homilía Sagrada Familia, en formato de Word.


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