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Homilía para el Primer Domingo de Adviento

Corrientes, 29 de noviembre de 2009

Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

La palabra adviento quiere decir llegada, advenimiento, se refiere a alguien que viene. Para los creyentes se trata de la venida del Señor, que constituye el centro de este tiempo litúrgico. Dios vino, viene y vendrá; toda celebración litúrgica contiene el pasado, el presente y el futuro. Dios vino en la humildad de nuestra carne, por eso nos preparamos para celebrar el recuerdo de la Navidad; Dios viene hoy en su Palabra viva y eficaz, en la Iglesia, en la Eucaristía y en los hermanos, especialmente los más necesitados, por eso allí nos preparamos para reconocerlo, acogerlo y celebrarlo; y Dios vendrá en el esplendor de su gloria, al final de los tiempos, y por eso peregrinamos en esperanza hacia el encuentro definitivo y gozoso con él.
Como vemos, el tiempo de Adviento es un tiempo de espera gozosa del Señor que viene y un tiempo para prepararnos a su encuentro. El Evangelio nos alienta en esa espera: “Tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación” (Lc 21,28); el Señor viene, hay que estar prevenidos y orar incesantemente (Cf. Lc 21,36), para que las preocupaciones de la vida y las cosas urgentes no nos distraigan de las importantes.
Como tiempo de preparación, el Adviento tiene un carácter ascético y como tal demanda nuestro esfuerzo. Preparar la venida del Señor supone comprender que somos peregrinos en este mundo y que nuestra esperanza está puesta en Dios. Si no mantenemos firme esa esperanza, todo se nos viene abajo y se nos achican los horizontes. Cuando el ser humano reduce su esperanza a poca cosa o sólo a las cosas materiales, empieza a perder la paz y a caer en la crispación. Crispación es una palabra que hoy identifica el ánimo de los argentinos. Crispar significa irritar o exasperar. Este estado no es ni deseable ni constructivo para la persona y la sociedad. Está demás decir que hay sobrados motivos para ello. El último documento del Episcopado describe así la situación que vivimos: “en el pueblo existen hondos deseos de vivir en paz y en una convivencia basada en el entendimiento, la justicia y la reconciliación. En este tiempo, sin embargo, percibimos un clima social alejado de esas sanas aspiraciones de nuestro pueblo. La violencia verbal y física en el trato político y entre los diversos actores sociales, la falta de respeto a las personas e instituciones, el crecimiento de la conflictividad social, la descalificación de quienes piensan distinto, limitando así la libertad de expresión, son actitudes que debilitan fuertemente la paz y el tejido social. También nos preocupa la crueldad y el desprecio por la vida en la violencia delictiva, frecuentemente vinculada al consumo de drogas, que no sólo causan dolor y muerte en muchas familias sino también pone a los jóvenes en el riesgo de perder el sentido de la existencia”. Esta descripción refleja también la realidad que vivimos en nuestra ciudad y en nuestros pueblos.
Es cierto que en todo esto hay una responsabilidad ineludible que recae en primer lugar sobre los gobernantes. Pero también es cierto que cada uno puede dar su propio aporte en el ambiente diario que se desempeña. Esa contribución que podemos y debemos hacer todos es muy valiosa para ayudar a moderar y, Dios quiera, también superar la situación que nos “crispa”. Este esfuerzo nos dispondrá mejor para la venida del Señor. Él trae consigo la paz del corazón, para que la recibamos y contagiemos a otros, como el mejor regalo que podemos recibir en la próxima Navidad.
Un cierto cansancio que sobreviene con la finalización del año y el deseo de descansar unos días y estar tranquilos, nos puede ayudar a pensar en esa paz más honda que sólo puede darnos Jesús, nuestra paz definitiva. Él es nuestra esperanza y por eso anhelamos su venida. El Papa nos recordó con palabras muy bellas que Dios es el fundamento de nuestra esperanza, “pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida” (Spes Salvi, 31).
Ahora bien, esta esperanza de paz y de vida verdadera que nos trae Cristo, requiere estar vigilantes y una vida sobria. La oración, que debemos intensificar en este tiempo, nos mantiene en vela y atentos para no caer en la tentación. Estemos prevenidos, para no dejarnos llevar por el afán desmedido de consumo que, en verdad se convierte en mero deseo para muchos, tan dañino para el espíritu como el real. Se trata de hacer realidad lo que pedimos en la oración postcomunión de este domingo: “mientras peregrinamos entre lo transitorio, nos enseñas a amar y adherirnos a los bienes eternos”. El Adviento nos invita a despertar a lo trascendente, a levantarse y elevar nuestra mirada, no para desentendernos de los problemas cotidianos ni de las responsabilidades que tenemos, sino para iluminar y dar sentido verdadero para lo que fuimos llamados a ser y hacer.
El tiempo de Adviento nos encuentra en vísperas del gran Jubileo Arquidiocesano que vamos a vivir el año próximo. Para este acontecimiento de gracia nos venimos preparando con un “adviento” de tres años, como una nueva ocasión para disponernos al encuentro del Señor que viene, confesarlo vivo y presente en medio de nosotros y reavivar la esperanza de encontrarnos definitivamente con Él.
El inicio de este tiempo Adviento coincide también con el aniversario de los 50 años del Movimiento Familiar Cristiano, que queremos recordar ahora. Para esta conmemoración se invitó a toda la comunidad, especialmente a los Asesores, integrantes de Comisiones Directivas, Delegados Zonales, Coordinadores de Secretariados y Servicios; a los demás Movimientos que trabajan por la familia, y a todas las familias que nos han acompañado y que han sido beneficiadas por los servicios del MFC.
Hay mucho para agradecer, sobre todo la fidelidad de Dios, su alianza de amor con los matrimonios y familias que respondieron generosamente a vivir la gracia del sacramento. Queremos vivir este agradecimiento con el lema: “Familia, con María junto a la Cruz, misionera de la vida”.
Este camino empezó en 1959, en la Iglesia de la Cruz, que providencialmente se torna en símbolo del Amor de Cristo, sobre el cual se funda el sacramento del matrimonio. Este camino fue madurando cuando Mons. Francisco Vicentín, de venerable memoria, constituyó la Comisión Arquidiocesana del Movimiento.
Hoy queremos renovar agradecidos el compromiso por la familia, como uno de los tesoros más valiosos que tiene la humanidad, fuente de valores humanos y cívicos. No hay vida humana digna sin familia, como no hay pueblo ni nación, si no se cuida y promueve el matrimonio y la familia. Matrimonio sin confusiones ni reemplazos, es decir, fundado, como lo dicta la razón y el sentido común, basados en la ley natural, según lo cual el matrimonio sólo puede existir entre un varón y una mujer. Esta hermosa realidad humana, que tiene como finalidad el bien de los cónyuges, la comunicación de la vida y la educación de los hijos, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre los bautizados. Se podrían constituir otras sociedades entre los seres humanos, pero sería un grave error identificarlos con el matrimonio y la familia.
El MFC tiene una enorme tarea de promover la belleza cristiana del matrimonio y la familia, acompañarlos y sostenerlos en las dificultades, y mostrar los innumerables beneficios que se derivan de ellos para la persona y para la sociedad. Como lo señalaron con mucho acierto en el lema, ustedes quieren ser discípulos de Jesús, misioneros de la vida, sabiendo que el camino que deberán recorrer tiene como presencia segura a María de Itatí. Ella, junto a la Cruz, nos recuerda siempre que el amor es más fuerte que la muerte y que para dar vida hay que animarse a darla hasta el final.
Mientras recordamos agradecidos a los fundadores de este movimiento en nuestra arquidiócesis, pedimos que la Sagrada Familia de Nazaret, modelo y esperanza de nuestras familias, bendiga a todos los hogares y sostenga muy especialmente a los que hoy dirigen el MFC y otros organismos, que tienen el valor del matrimonio y la familia entre sus principales objetivos.

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